(Once días en Escocia, 5)
Hay días adversos. Pero incluso en esos días puedes salir triunfante. El lunes 20 de noviembre amaneces con una alarma por incendio que obliga a desalojar el hotel a las 6.50 horas. Coincide la hora con la que habías puesto en el despertador del móvil. De modo que cuando suenan esos tremendos bocinazos lo primero que haces al despertar es dudar si pusiste una melodía equivocada. Lo siguiente es lo típico de un español: pensar que la alarma es un error. Pero toca salir a la calle por si las moscas. Ahí se reúnen unas treinta personas, uno en calzoncillos, otros en pijama, esperando a ver qué pasa de noche, con una frágil lluvia y un frío que pela. Unos dos o tres grados. Llegan los bomberos, supervisan y veinte minutos después permiten volver a la habitación.
Ese mismo lunes te estrenarás conduciendo por la izquierda en Escocia, un drama al que se sumarán mil putadas adversas: la lluvia matinal, el piloto encendido de rueda pinchada, los charcos en la cuneta… Y al día siguiente, ya en las Highlands, la falta de arcén, dos ciervos cruzándose en la carretera, dos ovejas haciendo lo mismo (a las que casi atropellas), el gran diluvio del viaje… Pero William Wallace y Señora van preparados para todo. Quién dijo miedo. Lo de conducir será lo peor de lo peor. Duro habituarse a ir por la izda, a tener el cambio de marchas a la izda, a girar en los cruces y seguir yendo por la izda. Un lío mental de cuidado que requiere la máxima concentración.
Dicho esto, el lunes verás grandes cosas. La primera parada es Stirling, el lugar donde en la historia real William Wallace logró su primera y única gran victoria al tomar el imponente castillo para la causa escocesa en 1297. Poco después fue detenido y ejecutado y la gloria fue para Robert Bruce, que sería coronado como primer rey de Escocia en Stone en 1306. Stirling es parada obligada. En mitad de un amplio valle, sobresale un coqueto casco histórico y cuesta arriba se acaba llegando a este precioso castillo, que domina toda la llanura. Enfrente, entre brumas, se destaca la torre homenaje a Wallace. Y en su interior hay aún habitaciones ricamente vestidas: techos repletos de rostros de la época tallados en madera, camas con dosel, tapices, un imponente comedor para banquetes, las cocinas… Este castillo, restaurado íntegramente en 2005, fue residencia de los Estuardo. De hecho, lo mandó construir Jacobo V para impresionar a su esposa francesa María de Guisa, madre de María Estuardo, que fue coronada en este castillo, donde también se bautizó su hijo Jacobo VI, primer rey de Escocia e Inglaterra. Desde sus murallas, mires para donde mires, las vistas impresionan.
Calle abajo, das en el centro con un acogedor bar restaurante con chimenea y comes ligero. Toca atravesar Loch Lomond, un impresionante parque nacional situado en mitad de Escocia, muy a tiro de sus dos grandes ciudades, epicentro de excursiones de fin de semana para hacer rutas de monte. Aunque solo llovió un rato por la mañana mientras conducías, el día está brumoso y deberás conformarte con atravesar en coche este maravilloso paisaje. Dudabas si Escocia se parecería a Asturias por aquello de la lluvia. Deseabas que fuera diferente. Y así es. No se parece en nada. El monte es ocre Tonos pardos, amarillos, crudos. Parece que el exceso de lluvia hubiera quemado o podrido la tierra, de una belleza totalmente singular. Vas ensimismado por una carretera secundaria. Empiezan a aparecer grandes y pequeños lagos. De repente, una obra corta la marcha. Viene un currante y explica, educadísimo, que en cinco minutos estará todo listo. Y así es. Son majos estos escoceses.
La asignatura pendiente del viaje será no poder patear por Loch Lomond y por Glen Coe, los dos imponentes parques. Hacer una pequeña excursión. Pillan justo este día brumoso con el suelo mojado por la lluvia matinal y el diluvio del martes, amén de los dos o tres grados que marca el coche. Para otra. El lunes llegas a dormir a Oban, un pueblo pesquero con encanto y el clásico bed & breakfast auténtico. Casa en un alto, dominando el pueblo, paredes gruesas, moqueta por todas partes, calefacción a tope, acogedora y anfitrión metódico con flema british. En Oban es donde descubrirás el pub más parecido al antiguo Escocia gijonés: el Oban Inn. Una maravilla de pub. Con ambiente de martes, rica cerveza negra, mejillones y fish & chips. Y güisqui, qué cojones. Un completo sentado con la muyer en banco corrido, mirando y cotilleando todo lo que acontece en el interior. Ponen bastante a George Michael. Se está de cine. Y, la verdad, da pena marchar.
A la mañana siguiente te despedirás de Oban con un desayuno a la escocesa: un plato que tiene, agárrense que hay curva: alubias, champiñones, huevos, bacon, dos tipos de morcilla, salchicha, tomate y pan. No lo tomarás más veces. Una bomba de relojería. Llevando faldas, qué mejor estufa matinal para un paisanu que meterse este combinado. Así se agarra luego la espada pleno de vigor. Al coger el coche, está pinchado y se abre un compás de espera antes de marchar que te permite despedirte de nuevo del Oban Inn en versión matinal. Próximo destino: Isla de Skye.