Las visitas del raposo en los dos últimos meses han mermado el gallinero de Oliva, que ha sufrido ya seis bajas. La última, hace quince días. A las cinco de la mañana, su perra, Linda, comenzó a ladrar y cuando salió de casa pudo distinguir entre las sombras cómo éste abandonaba la finca a la carrera con una nueva víctima en sus fauces rumbo a la avenida del Llano (a esa hora sin coches), que atravesó hacia los Pericones. En la ocasión anterior, huyó justo en dirección contraria.Oliva vive con su marido y su hija ahí donde la ciudad pierde su nombre para fusionarse con el campo. El muro de su vivienda linda con la última pradera que dejan los coches a su derecha antes de salir hacia la ronda Sur y son muchos los conductores que han visto ‘pastar’ a sus gallinas por el prao en alguna ocasión. «Antes salían a todas horas. En la tienda me decían: ‘Vaya bien enseñadas las tienes. Llegan hasta el borde de la carretera y dan la vuelta para arriba’. Pero ahora, desde lo del raposo, salen menos», explica. También son menos. Esta mujer, ya jubilada, nacida en Cangas del Narcea llegó a tener docena y media. Pero en este momento la tropa se reduce a un gallo y cuatro gallinas. Esta semana, por ejemplo, han hecho el paseíllo solo por las tardes. Y, como manda la tradición, con pleno respeto a las normas de tráfico:una vuelta por la amplia zona verde, con el gallo siempre al frente, un poco de tertulia ante la marabunta de coches, motos, buses y camiones, con las moles urbanas al fondo, unos picotazos por el suelo y vuelta para casa, donde en la última ocasión se quedaron un par de ellas quizá con el susto aún en el cuerpo por las apariciones del raposo.
A Oliva las gallinas le dan unos sabrosos huevos la mitad del año, «sin comparación» con los de la tienda. Y, también, compañía. Le gusta tanto verlas como escucharlas alrededor de la casa. Tampoco tiene precio, afirma, despertarse al amanecer con el canto del gallo como si estuviera en plena aldea. En su día llegó a criar conejos, pero lo dejó. Demasiado lío. Con las gallinas y con Linda tiene más que suficiente. Tras los ataques del zorro en abril y mayo, está preocupada por la supervivencia del grupo. Espera que alguna gallina se ponga clueca para ampliar la familia rápidamente y muestra incluso inquietud por la diversidad genética del grupo, que controla con esmero. Cuando se da la situación idónea, deja unas cajas de cartón con paja, e incluso huevos, y ellas, agradecidas, se ponen a incubar durante tres semanas.
Si todo se da bien, la alegre imagen de un gallo, varias gallinas y unos polluelos correteando en plena avenida del Llano volverá enseguida a su tradicional rutina. Tan acuñada está la estampa que ha quedado inmortalizada incluso en Google Maps. Desciende el internauta con el ‘señorín’ hasta el prao colindante de la casa de Oliva y ahí están sus gallinas campando a sus anchas en plena ciudad. Qui-qui-ri-quí.
(Publicado en EL COMERCIO el viernes 1 de junio de 2018)