En pleno puente de Semana Santa, con la ciudad rebosante de viajeros, sorprende al autóctono contemplar el Jardín Botánico Atlántico, donde se acumulan deficiencias sin resolver desde largo tiempo atrás. Seguramente, sus atractivos sean más que suficientes para que el turista se vaya contento de la experiencia. Pero quien ha conocido el Botánico en su esplendor y lo visita ahora aprecia signos evidentes de desgobierno. Nada achacable a las brigadas de jardineros que se afanan en sus rincones con exquisita profesionalidad, sino a tareas ‘de fondo’ sumidas en el olvido. En la aliseda ribereña, la pasarela central de acceso linda en la podredumbre, con astillas, huecos y alguna peligrosa raíz saliente. En sus calles laterales hacia el Peñafrancia, las cintas de prohibido el paso llevan colgadas desde la riada de junio de 2018. Ya llovió lo suficiente para reparar troncos, ramas y el propio camino. En el claro del bosque y en la ribera del precioso río, dos esculturas, ‘Érase una vez un árbol’ y ‘Viomvo’, ofrecen un estado ruinoso fruto de la falta de mantenimiento, pues ambas son de madera y están a la intemperie. En la cafetería, no se limpia el techo
acristalado desde no se sabe cuando, al igual que ocurre con los emblemáticos cubos de cristal de la fachada. En la factoría vegetal, los bonitos canales de las estructuras piramidales permanecen secos. Y en toda la superficie del extenso jardín la hierba está sin segar pese a la señalada fecha. Dirán que es para contemplar las margaritas y los dientes de león. Pero la exuberancia vegetal del Botánico requiere inexcusablemente un césped aseado en contrapunto a tanto atractivo concentrado.
Arrancó con brillo el Botánico en 2003. Siete años después, el responsable de mantenimiento, copartícipe de su gestación y de una factoría vegetal que emula la Expo 92, donde trabajó, cayó en desgracia en las altitudes y fue relevado tras un extraño concurso público que no superó. La baja de Ricardo Librero fue sensible. En 2011, accedió a la dirección Jesús Martínez Salvador. Era el primero en llegar y el último en salir, tomó acertadas medidas promocionales y la joya de la corona de la ciudad se instaló en el éxito.
Pero llegaron nuevos cambios. Martínez Salvador pasó a presidir Divertia, dejando un gran agujero negro en el jardín. Otro pilar, Álvaro Bueno, el horti curator, cayó de repente en misteriosa desgracia y fue relevado el pasado año con gran polémica, aún coleante en los tribunales. Cambios, cambios y más cambios en sentido, en todos los casos, descendente en un maravilloso vergel donde nadie sabe a ciencia cierta qué manos lo gobiernan.
Un tablón flotando en el estanque paralelo a los ingenios acuáticos y al Peñafrancia hace pensar en un nuevo signo de abandono. Error. Está ahí para servir de pasarela a los patos cuando el río lleva poca agua y quieren pasar a tierra firme. La función compensa la imagen de aparente dejadez, aunque bien podría estar recogido ahora que el caudal fluye con cierta alegría. O también, piensa el cilúrnigo, colocarse en la puerta principal para facilitar la salida a quien no sienta esta séptima maravilla como algo auténticamente suyo y vele por su buena marcha mañana, tarde y noche.
(Publicado en EL COMERCIO el jueves 18 de abril de 2019)
PD.-Una última duda queda flotando en el ambiente. ¿Qué ocurrirá cuando el responsable de la extraordinaria programación de actividades de ocio cuelgue las botas? No falta mucho.