La conversación en la hoguera es intensa y baila de un tema a otro. El druida del Dobra no se ha identificado ni tampoco se ha quitado en ningún momento el frontal, lo cual impide a los dos gijoneses verle bien el rostro. Habla compulsivamente, puede rondar los 50 años y por sus expresiones es una persona con cierta cultura. Sigue en sus trece de que en esa pradera no duerme ni dios. Él vive en una cabaña abandonada monte arriba y, según cuenta, hay otra cercana que se puede utilizar para dormir. Insiste en que los gijoneses vayan a su cabaña a tomar un colacao y que después les guiará hasta la otra, donde deberán dormir. D. está plenamente incómodo con la situación, pero J. parece haber sucumbido lo suficiente a la oratoria del energúmeno como para seguirlo hasta sus dominios. Así que al final aceptan, a regañadientes, su oferta/imposición.
Junto al fuego, el enigmático personaje ha comenzado a contar historias sobre su vida de lo más variopintas. Cuenta que tuvo una librería en Avilés, que vivió en Noruega, donde recogía material reciclable por el cual obtenía un buen dinero, habla del monte como si fuera suyo, dice que lleva tiempo viviendo allí… Y, cuando ya van los tres camino de las cabañas, empieza a describir flores silvestres que se encuentran a su camino en su ánimo de dominar la situación y darse, de forma continua, importancia. Describe una, describe otra y, tras la tercera, apostilla: “Porque yo, en realidad, soy un druida”.
Entonces algo resuena en la mente de D., el gijonés que le había hecho frente palo contra palo. Un recuerdo del pasado le martillea en la cabeza. No es algo de hace un mes ni de hace un año. Es algo más viejo. De hace ocho, nueve o diez años… De repente, le mira intensamente y le espeta: “Yo a ti te conozco”. El druida se queda extrañado y D. le apostilla: “Tú te llamas X.”. Asiente, perplejo. Entonces, D. le cuenta una historia:
Ocho años atrás, D. iba en coche a los Pirineos para hacer una semana de montaña en solitario y decidió parar a dormir en Arnedillo, en La Rioja, donde hay unas famosas aguas termales. Cuando iba en esa dirección se topó con dos personas haciendo dedo y las paró. Casualidad, eran asturianos, que también iban a Arnedillo. En el coche le contaron que venían desde Noruega caminando y haciendo dedo, un extraño relato que a D. le puso ya un poco en guardia. Uno de ellos, enseguida le dijo aquello de que “era un druida”. Su acompañante era avilesino y era continuamente maltratado por el señor druida, que le daba toñejas y le avergonzaba todo el rato. En Arnedillo, nuestro gijonés fue a un supermercado para comprar algo de cena y ahí se le juntó la feliz pareja, que aprovechó para incluir algún producto en la compra que no iba a pagar. Luego fueron a las aguas termales y allí convirtió en un auténtico infierno aquella estratégica parada de D. rumbo a los Pirineos. No callaba, no paraba de darse importancia, no dejaba de contar historias grandilocuentes y contradictorias y, cada poco, desacreditaba en cuanto podía a su socio avilesino. Llegó la hora de dormir y D. se despidió de la pareja de autostop arrepentidísimo de haberlos parado pues el druida le había puesto la cabeza como un bombo. Ese día creía que no lo volvería a ver jamás. Pero se equivocó.
Cuando D. acabó de contarle la historia del autostop y de Arnedillo, el druida X. no pudo negar que ese personaje era él. Pero quedó extraño, como si lo hubiesen desenmascarado. Llegaron a su cabaña y tomaron el colacao y luego les aproximó a otra cabaña donde debían dormir los gijoneses. Estaba destartalada y llena de arañas. Ahí durmieron tras quedar con su singular anfitrión del Dobra en verse al día siguiente después de darse un remojón en el río. La historia no había acabado.
(mañana, tercer y último capítulo)