4.
No se puede decir que Quentin, pese al esfuerzo, se hubiera salido con la suya. A una mujer, al menos en España, amigo, no se la conquista con una historia de aguarones. Y a dos, menos, aunque sean extranjeras y famosas. El sanguinario Quentin Tarantino había culminado su historia absolutamente exhausto. Le había puesto tal pasión al asunto, había querido ser tan explícito, con sus teatrales pausas y sus increscendos en los momentos de mayor tensión que su presión arterial y el vigesimotercer tequila dieron con sus huesos en el archipisado suelo del Escocia. Literalmente, se desplomó con el último aliento. No perdió la consciencia, pero quedó al límite, con una chisposa sonrisilla y un brillo en los ojos propio de quien acaba de alcanzar el éxtasis en el ejercicio de su pasión como narrador. Alfredo, siempre atento a la clientela, se dispuso a llamar rápidamente al chamán del barrio, dando al mismo tiempo un giro a la música que atemperase el compás de espera. Sonaban ahora los Credence cuando irrumpió Ziprus tras dejar aparcado en la puerta el carrito de los psicotrópicos, torpemente disimulados en las tripas de aquellos paramentos ilustrados con los dibujos, ya roídos, de unos infantiles helados. La auscultación fue rápida. Ziprus diagnosticó una simple moña complicada por un estado larvario de ‘excitación por podenca’ (2, hizo constar tras mirar de reojo desde su singular contrapicado), recetó una manzanilla doble con anís y planteó la conveniencia de no dejar solas a tan distinguidas damas. Su pensamiento fue preclaro: la ocasión la pintaban calva. De forma que una vez incorporado, enderezó su curvada espalda cuanto pudo (llegó a escuchar un chasquido, pero trató de abstraerse de las inclemencias de la edad) y extendió gentil su mano a las dos celebridades que le contemplaban. Siempre le gustaba de decir aquello de “las hijas de las mujeres a las que amé tanto me besan ahora como si fuese un santo”, pero en esta ocasión ni Audrey ni Marilyn sabían con quién trataban y debía por tanto empezar de cero, sin alharacas, pero sabiendo certeramente el terreno que pisaba.
Ziprus, toda una caja de sorpresas, puso en danza su refinado inglés de Oxford y les expuso, groso modo, que su embajador había quedado fuera de combate, en breves minutos una brigada creada ad hoc para las celebritis les trasladaría a su hotel y por tanto podían ya irse con la música a otra parte. Solo le quedaba completar su ronda con el carrito por cuatro calles de Cimavilla, dejarlo a recaudo y podrían irse ya a tomar la última. Tan exótica debió parecerles la situación que ambas beldades, rubia y morena, empujadas además por la popularidad del chamán, intercambiaron una sonrisa y se situaron cada una a un lado del transaccionador de productos ilegales. Se encaminaron por la calle Óscar Olavarría en singular trío con el tirador del carro anunciando al respetable, con su preclaro chorro de voz, “anfetas, hachís, farrrrrrlopa; hagan juego; aminoácidos de última generación; elixires variosssss”. Media hora después, consumadas unas ventas y aparcado el carro, pasaron de nuevo delante del Escocia, Ziprus saludó a Cílur, al cual no había visto antes; y los cuatro se fueron juntos a rematar la noche al Varsovia.
De camino, los dos viejos amigos empezaron a charlar mientras las damas les seguían a corta distancia. Aquella noche de septiembre parecía aún veraniega. El aire estaba quieto y los termómetros se habían anclado en los 19 grados como si quisieran dormitar en una apacible quietud. El reloj marcaba las 2.30. Era viernes y el ambiente en la plaza del Marqués era aún notable. En la plaza Mayor a Audrey se le atascó un tacón y las risas corrieron como una cálida brisa hasta salir al Muro. El espectáculo era maravilloso. No era, ciertamente, una impresión aborigen. Marilyn y Audrey caminaban enfrascadas en una interminable conversación sobre el pedo de Quentin y sus proyectos de rodaje, cuando al cruzar la calle y asomarse a la pétrea balaustrada que se asomaba al arenal de San Lorenzo suspendieron sus chanzas y lanzaron un sonoro “ohhhhhh”, ante el cual Cílur y Ziprus se giraron orgullosos. No era para menos. La mar estaba en calma y aquella densa masa de agua emitía destellos plateados iluminada por una Luna llena que reinaba majestuosa en el horizonte. En mitad de la bahía resplandecía el armazón de madera del ‘Bounty’, el barco de ‘Rebelión a bordo’. Aquel romance de Marlon Brando y Tarita en Tahití, escenificado en la película y llevado por ambos en la vida real, iba a reescribirse ante la ciudad de Gijón, pues la Metro no había quedado nada satisfecha de aquella nominación para siete Oscars que se quedó finalmente en nada. ‘Laurence de Arabia’ le había comido la tostada y ahora proyectaban, muchos años después, grabar una versión asturiana de aquella hermosa película de 1962.
Cílur estaba siguiendo aquel remake con fiel atención para reflejar su particular visión en la revista de cine que había fundado años atrás, cuando decidió dejar la prensa diaria y fundar ‘El Magullu’, de tirada internacional. Así fue cómo llegaron al Varsovia, con una maravillosa media entrada que permitía desplazarse con comodidad. Decidieron dar oxígeno a sus invitadas otra media hora. Ellas se sentaron dos bancos largos de la barra radiantes de carisma, como si todos los focos del bar las iluminasen en exclusiva; Cílur y Ziprus se separaron apenas tres metros para asomarse a una ventana abierta y contemplar las luces nocturnas de la playa y, con el rumor del suave oleaje entremezclándose con un repertorio de Elvis, abordaron el gran asunto que Cílur traía entre manos. El ‘Bounty’ se le había metido entre ceja y ceja.