6.
La noche no había ido del todo mal. Siguiendo los consejos, Cílur había saludado sonriente, en un instante en el cual se cruzaron sus miradas, a su Tarita mientras seguía hablando con Marilyn Monroe y Audrey Herpburn como si tal cosa. La conversación fluía, las anécdotas de ‘Magullu’ eran incontables con todo el famoseo que iba dejándose caer por Gijón. Se había convertido en una revista de culto, mitad cotilleo mitad seria, aderezada con abundante humor, lo cual a su creador le abría un gran abanico de posibilidades, amén de tener una espectacular agenda de contactos. Marilyn había estado especialmente simpática aquella noche, riéndose de sí misma y relatando sin pudor alguno cómo se había tenido de rodar unas cincuenta veces (“fifty times”, recalcó con extraordinaria sonoridad) aquella secuencia en la cual debía entrar a una habitación, abrir la puerta del mueble-bar y preguntar “¿dónde está el bourbon?”. Era ‘Con faldas y a lo loco’ y Billy Wilder casi cae en la desesperación. “Corten”… “Corten”…. “Coooorten”. Marilyn no atinaba con la frase, o no caminaba hacia el mueble-bar, o le daba la risa, o se distraía. Al final, rememoraba, le pusieron un cartel con la compleja frase dentro del mueble, a ver si así, simplemente leyéndola, conseguían pasar a la siguiente toma. Pero no era capaz. Había entrado en bucle y, comentaba levantando las manos al unísono y volteándolas, “aquella maldita frase era incapaz de salir de mi boca”.
Ziprus propuso entonces pedir cuatro bourbons con hielo para pasar aquel trago en diferido contemplando esa bahía en calma donde todo resultaba más sencillo. Esa era una de las grandes ventajas de Gijón frente a Los Ángeles, como resaltaban todas las estrellas. Pero sin pronunciarlo, sin decir la palabra bourbon, más bien bebiéndolo; y el grupo rió y rió. A Cílur le apetecía mirar por el rabillo del ojo, pero intentó hacerlo el menor número de veces posible. No quería delatarse y, además, como era de prever, el señor Pitt, el jodido Pitt, concitaba la atención y en el corrillo estaba, cómo no, su Tarita.
Al abandonar el Varsovia con sus damas, la había sonreído al tiempo que arqueaba una ceja apuntando irónico al superstar y eso fue todo. Las actrices, por cierto, no habían soltado prenda sobre lo que las traía a Gijón. Estaban invitadas por Tarantino, que quería hablarles de un proyecto, pero aquella noche había sido su primera toma de contacto y los tequilas habían arruinado cualquier posibilidad de entrar en tema, así que al día siguiente ya verían. Se alojaban en un precioso apartahotel de la calle La Merced, frente a la librería Paradiso, apenas a unos pasos del Varsovia, con lo que los anfitriones gijoneses las acompañaron gentiles hasta la puerta, desde donde se escuchaban nítidamente los ronquidos de Quentin, que dormía la mona en el tercero con las ventanas abiertas de par en par. Ni Marilyn ni Audrey se habían fijado aún en la librería que tenían enfrente y ambas quisieron acercarse a mirar a través de su puerta y sus escaparates.
Admiraron sus viejas estanterías, las escalinatas, las columnas de hierro forjado, las colecciones de libros y, cómo no, los vinilos. Cílur les habló del dueño, José Luis, un fan de los Beatles metido ya en años que irradiaba encanto hippie con su larga melena y su pausada conversación, sentado justo a la entrada, gobernando la planta alta, destinada a la música; y de Chema, el librero, en la planta baja, toda una institución en materia de autores clásicos y modernos, discreto como José Luis, prudente y, sobre todo, sabio. Ambos, así lo había escrito en un artículo reciente, conformaban algo parecido a un matrimonio que ya no necesita hablar para comunicarse. Llevaban más de cuarenta años juntos en el negocio y alternaban a veces sus puestos cuando uno descansaba, pues ambos dominaban música y literatura por igual. Con el boom gijonés del último decenio, la librería había sido objeto de mil y un reportajes en la prensa y la televisión mundial. Muchos famosos, al entrar, habían querido ver en José Luis a un teclista de Pink Floyd o de algún otro mítico grupo setentero; y en Chema, a una mezcla entre John Steinbeck y Cabrera Infante a la gijonesa. Ambos reían suavemente y simplemente corregían el error. Su vida, su felicidad, se basaba en no cambiar, en seguir siendo ellos mismos vendiendo sus discos y sus libros y disfrutando en sus respectivos hogares precisamente de eso, de la música y la literatura, en su serena entrada en la vejez. No utilizaban teléfono móvil, ni falta que les hacía. Es como si con la etapa hippie de los años setenta ya hubieran tenido suficiente y ahora les gustase sorber la vida pausadamente. Paradiso marcaba un singular contrapunto con toda esa modernidad que se había adueñado de Gijón. Y ambos eran una parte consustancial de las letras y las melodías que destilaban sus paredes. Marilyn y Audrey se conjuraron para visitar la librería a la mañana siguiente nada más concluir un desayuno con diamantes; y Cílur y Ziprus dejaron la puerta abierta a volver a verse.
Mientras los hologramas encendían las luces de su apartamento, en el primer piso del apartahotel, sus anfitriones gijoneses se alejaban del lugar recibiendo el eco, cada vez más distante, de la musicalidad de las voces de las dos rutilantes estrellas; cristalinas, alegres, despreocupadas. Era tarde. ¿Sería momento aún de conectar con Chang para contarle las últimas novedades o lo dejarían para la mañana siguiente? Decidieron probar para salir de dudas. Pulsaron el botón de conexiones interestelares en sus móviles. Pero Chang daba comunicando. ¿Qué estaría haciendo en el Infierno el jodido Chang a las cuatro y media de la mañana?