23
Aquel martes Gijón brilló como nunca. La ciudad amaneció trasmutada por obra y gracia de los trampantojos del séptimo arte. Nada era igual, pero todo se parecía. El día era para enmarcar. Soleado y quieto, con apenas unos destellos de nubes que semejaban más bien los débiles rastros dejados por una aeronave lejana. Para colmo, una casi imperceptible ráfaga de aire caliente ponía la nota caribeña a la jornada. Era como si se aproximase suavemente un viento sur que aún no tiene prisa por llegar, como si un emisario de exquisitos modales quisiera susurrarnos al oído su próxima llegada. Cílur contemplaba el espectáculo desde la terraza de ‘Magullu’, azotea privilegiada sobre el arenal, con unos buenos prismáticos colgados del cuello para ir controlando, en la medida de lo posible, todo el rodaje. El resto del equipo se repartía por San Lorenzo; Josecho encaramado sobre una de las pérgolas del Muro, tumbado y cubierto con una sábana blanca para pasar inadvertido a las cámaras, y dos fotógrafos adicionales apostados uno en el Club de Regatas y otro enterrado en la arena, casi literalmente, a la altura de la escalera 12, donde se habían habilitado una especie de casamatas donde podían acoplarse una docena de fotógrafos. El efecto, a distancia, era perfecto, pues, cubiertas estas de arena, con una estrecha línea horizontal abierta, de apenas veinte centrímetros, eran prácticamente invisibles. Nadie más podía pisar la arena. Nadie salvo cangrejos, ñoclas, centollos, percebes, mejillones y todo tipo de exóticos crustáceos del Cantábrico que aportaban el toque diferencial al ambiente. De hecho, enseguida se habían formado agrupaciones de cada especie ávidas de pasar a la historia a través de la gran pantalla. ¿Comentarían las secuencias?
Los bloques del Muro se los había tragado la tierra. Unas cortinas gigantes desplegadas desde las azoteas lo habían convertido en un horizonte vegetal cuajado de cocoteros con un efecto que prolongaba notablemente la extensión de la playa y un cielo azul en sintonía con el que lucía aquella maravillosa mañana. Así se fue aproximando el ‘Bounty’, salieron las canoas indígenas a su encuentro y acompañaron a la tripulación británica en su aproximación a la playa en los botes formando una gran algarabía. Cílur buscó con sus prismáticos a Tarita y, tras un barrido por el poblado recreado a la altura de la Rampla, acabó dando con ella. Allí estaba la hija del gran rey polinesio, sentada al estilo local simulando un ambiente distendido con otras mujeres de la tribu. Estaba radiante, hermosísima, natural, preparada para aquel baile frontolateral que Cílur temía embelesara a Brad Patas de Pitttillo. Grrrrr. Polanski seguía todo desde lo alto de una escalera de socorrista situada fuera de plano. Desde la aparición en la discoteca parecía haber menguado otro poco. Del mismo bote se bajaron casi juntos Russell Patata Crowe y Brad Pitt; o sea, el capitán Bligh y su segundo Christian Fletcher; o, dicho en la anterior versión cinematográfica, Trevor Howard y Marlon Brando.
El creciente sonido de los tambores evocó a muchos lo vivido días atrás en Abanico Estelar. Desde la distancia no se captaban, evidentemente, los diálogos, pero sí los movimientos, algún parón que otro ordenado por el meticuloso y diminuto Roman, megáfono en mano, y las oleadas de extras que corrían para un lado y para otro recolocándose después de cada interrupción. El efecto en directo distaba de ser el de la sala de cine. Cílur recordó a Marilyn contando cómo había sido la gran culpable de que se debiera rodar tropecientas veces la sencilla secuencia de su entrada en una habitación, su aproximación al mueble bar y su pregunta: “¿Dónde está el bourbon?”. Parecía fácil, pero aquello duró una tarde entera. Aquel día se rodarían unos cuantos minutos de ‘Rebelión a bordo’, acaso los más lucidos, luminosos y trascendentes para la memoria colectiva; los que harían a la película reconocible e identificable para todos los cinéfilos. De ahí que para sacar acaso dieciocho o veinte minutos buenos sería normal echar la mañana. Un éxito incluso.
Cuando dieron al fin por bueno el desembarco llegaron aquellos dos bailes para la posteridad. Primero se rodó el del recibimiento. Un ejército de polinesias, con Tarita al frente, avanzando por las anaranjadas arenas de San Lorenzo, contoneándose, para recibir alegres y desinhibidas a la tropa británica. ¡Espectacular! Cuando Cílur la vio avanzar comandando aquel armonioso harén de bailarinas apretó las manos en los prismáticos mientras se le iba abriendo la boca como a aquel español narigudo que protagonizó años atrás un anuncio de salchichas en Nueva York: vio pasar el camión de reparto y se quedó boquiabierto. Si un dron hubiera retratado a Cílur en ese momento habría reflejado un efecto similar, aunque la comparación con una salchicha no fuera precisamente la que mejor rindiera honores al efecto Tarita en ese instante. Se imaginó saltando a la arena una vez sorteada la legión de seguratas y, tras dos certeros crochets que derribaban a Brad Patas de Pittillo, protagonizando con su indígena el baile principal de la película. Pero enseguida echó el freno. ‘Teneos; teneos’, se dijo. Y siguió mirando.
La segunda escena en rodarse fue el ridículo baile del capitán con una indígena, que arrancó las carcajadas y las miradas cómplices de la tripulación. Russell Patata Crowe había adelgazado unos kilos desde su llegada a Gijón, pero seguía lo suficientemente fondón como para hacer un ligero ridículo. La tercera, la más esperada de todas, fue el baile de Tarita frente a Pittillo, quien la contempló haciéndose el interesante, como quien examina a un ser a priori inferior desde su pedestal. Tarita estuvo soberbia, risueña y rotundamente sexy con aquel baile frontolateral que, en la vida real, llevó a Marlon Brando a subirse al altar con la Tarita real. ¿Qué pasaría finalmente en la versión cilurnigatitesca?
¿Lograría el mismo efecto la gijonesa con Brad Patuqinas Pitt? El tiempo lo diría. Pero el anzuelo que había derivado en la primera boda acababa de ser arrojado al mar ante los ojos expectantes de Cílur, quien de haber tenido instalada en la terraza de ‘Magullu’ una culebrina de la época no habría dudado en prenderle la mecha para quitarse de en medio a aquel afamado rival. Ahora bien, pensó, cualquiera acierta con les pates; mejor apuntar a esa cara de nena estreñida, susurró para sí. ‘¿Qué?’, le preguntó Fauno, a su lado. ‘Nada, nada’, disimuló. La escena se rodó una sola vez, un éxito rotundo para la debutante gijonesa que amenazaba con hacerse un nombre en el mundo del cine, aunque sus aspiraciones personales no fueran por esos derroteros, como le había dicho y redicho en Abanico Estelar.
Los últimos compases de la jornada, al filo de las tres de la tarde, cuando los ánimos ya decaían tras cinco largas horas de rodaje, se produjeron entre la vegetación desplegada en la esquina de San Pedro, conversaciones entre la tripulación, aproximaciones entre ingleses y nativas, obsequios del rey local a Russell Patata y…, horreur, aquella escena escondidos entre el follaje de Brad y Tarita en la cual él pasaba a la acción. Grrrrr. Ya lo había dicho Chang. Esta batalla estaba perdida de antemano; lo importante es la guerra. Así se lo repetía Cílur a quien el ángulo desde ‘Magullu’ le impidió enfocar aquella escena. Por un lado, hubiera agradecido un ¡coooorten! de Polanski reprendiendo al gran protagonista por no saber admirar en su debida forma, con su expresión facial, los encantos de Tarita. Por otro, mejor que no hubiera repeticiones y la cosa fuera rápida.
Al anochecer, poco o nada quedaba de todo aquel despliegue. El ‘Bounty’ se fue por donde había venido, doblando la curva del Cerro rumbo a El Musel y una legión de operarios devolvía San Lorenzo y el paseo del Muro a su condición original. El día D había tenido lugar. Ahora ya se podía iniciar la confección del siguiente número de ‘Magullu’ con toda la maquetación definida, buscar una buena foto para primera, en la cual debía haber baile sí o sí, e ir enfocando la mente en el número que se cocinaría en octubre y saldría al mercado el 1 de noviembre.
Concluido todo, Fauno recordó la cita de aquella noche. Proyectaban aproximarse al ‘Bounty’ secretamente, con la motora de ‘Magullu’ para intentar ver de cerca el barco de vela de la armada británica y escudriñar aquellas suites que, según los rumores, acogían confortablemente al director y las dos grandes estrellas del filme. Entretanto, encendió el equipo de música, desenfundó ‘Diamond dogs’, de Bowie, y lo puso a todo volumen mientras se relajaba con las luces apagadas.