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Tres días después de la entrevista con fiesta sorpresa en la azotea de ‘Magullu’, un avión de Iberia aterrizaba en Ciudad de Guatemala con dos pasajeros a bordo que no habían dejado de darse besos durante horas. Cílur y Tarita descendieron del aparato y negociaron con un taxista particular que les llevó directamente a Antigua, la vieja y bonita capital del país asolada en su día por un terremoto. Llegaron de noche, sin reserva y llamaron a la puerta de un hotel que recomendaba la ‘Lonely Planet’. Tenía un bonito patio central. Si bien las habitaciones eran un tanto básicas, estaban forradas de viejas maderas que las hacían acogedoras. A ellos les pareció suficiente. A la mañana siguiente empezaron a imbuirse a aquella hermosa ciudad, de sus edificios de planta baja color albero en una altiplanicie rodeada de altas montañas; visitaron un antiguo convento en ruinas y tomaron un bus que les llevó a las faldas del volcán Pacaya. La ascensión hasta sus 2.552 metros estuvo escoltada por el Ejército, una singular sensación, pues los turistas eran atacados en ocasiones por bandidos incluso en medio de la naturaleza y el país quería preservar esa importante fuente de ingresos. Arriba, la montaña era pura ceniza negra, como arena del desierto teñida y tras asomarse al cráter bajaron pegando brincos y riendo. Aquellos botes, aquellos saltos, sobre un suelo negro con la naturaleza exuberante a su alrededor fueron unos momentos de felicidad plena. Cílur había dejado ‘Magullu’ nueve días aparcada y Tarita tenía margen hasta su siguiente entrevista con los milaneses. La cosa había empezado fuerte. Ambos parecían congeniar como si llevaran toda una vida juntos. Guatemala había sido un ramalazo, tras haber escuchado maravillas a varios amigos comunes. Y allí estaban, en aquella cima perdida, de la noche a la mañana, como una bocanada de oxígeno golpeándoles la cara. Felices, alegres, enamorados.
Los días siguientes fueron fascinantes. Planificaron el viaje sobre la marcha, según los consejos de la guía. Tomaron un autobús de lujo y atravesaron todo el país hacia el norte. Hasta Flores, un precioso pueblo en mitad de un lago que marcaba la puerta de entrada a Tikal, uno de los mayores yacimientos arqueológicos de la
civilización maya situado en mitad de un bosque con inmensos árboles, monos y pisotes. Poco más arriba estaba ya México. En aquella inmensidad, ascendieron a templos como ‘Luna Doble Peine’ o ‘Serpiente bicéfala’. Toda una experiencia vertical, que les hizo rememorar escenas de películas en las cuales realizaban
sacrificios humanos a los dioses desde el alto de las construcciones.
El hotel de Flores miraba al lago. Un lago que recorrieron en barca con un amable autóctono que les iba mostrando aves y rincones exóticos. Luego, de noche, entraron a una terraza a cenar. El adolescente que les atendía ofreció pinchos morunos como plato estrella. Cílur le preguntó qué llevaban pero él no entendió bien la pregunta y se puso a explicar: “Pues es un palo largo y lleva trozos de carne”. En cuanto se fue rieron de lo lindo. Luego regresaron al sur a río Dulce, donde embarcaron como única vía de llegada a un pueblo llamado Livingston. Estaba mirando al Caribe en una zona brava y no había más acceso que aquel maravilloso río. En Livingston se instalaron en un hotel cabaña construido sobre el mismo mar gestionado por un hombre negro de gruesos labios y grandes ojos que recibía cada pregunta con cada de sorpresa, la procesaba y replicaba con un timbre agudo alegre y cantarín que les hacía muy difícil contener la risa. Allí pasaron dos días plácidos, sin playa, pues el mar estaba demasiado agitado, tomando cervezas Gallo y sabrosos platos combinados que tenían arroz, frijoles, alubias, carne y algún picante que otro. Integrarse o morir. Cílur incluso los desayunaba.
De vuelta por el río Dulce tomaron un rumbo diferente. Una vez en tierra, se detuvieron en Quiriguá. El nombre les encantaba. ¿Dónde tú ta? Toy en Quiriguá. ¿A dónde llegate tú? A Quiriguá. ¿Y dónde vas a dormir? En Quiriguá. Pero al llegar a Quirigüa esta ya por la tarde y no habían comido. Tomaron rápido una habitación en una gran casa de madera y preguntaron a la señora si daba de comer, pues aquello era un pueblo disperso, en mitad de plantaciones de bananos, sin apenas comercios. Les dijo que sí; en un par de horas les daría la cena. Les ofreció una ensalada y una mojarra del gran lago Izabal y aceptaron gustosos. Dieron unas vueltas por el pueblo, llegaron hasta una fábrica de envasado de plátanos y al volver les paró una pic-up y regresaron de pie en la parte de atrás dando botes por los caminos. Cuando llegaron moribundos a la cena ahí había una mojarra de kilo y medio asada, con la piel condimentada, patatas y una gran ensalada. Lo devoraron todo como si no hubiera mañana y tomaron litro y medio de cerveza Gallo. Al salir a pasear, Cílur creía tener la mojarra nadando por su barriga entre cerveza. Tarita, recuperada del hambre, no paraba de reír. A la mañana siguiente fueron a ver las estelas de Copán, todo un espectáculo en mitad de la nada y siguieron rumbo al lago Atlitán, donde se quedaron tres maravillosos días. Cenaron en Panajachel el primero y el segundo; una rica ensalada de troncos de palma, tomate y aguacate; y pollo. Al tercero cruzaron en barco a Santiago, desde donde subirían al volcán Atitlán; 3.537 metros que a Tarita se le hicieron bastante cuesta arriba. Iban con una joven pareja alemana y un guía, vieron una gran serpiente por el camino y nada más llegar arriba, desde donde se divisaba una espectacular panorámica del lago y de todo el entorno; el guatemalteco les amenazó con “la llegada de los violadores” para apresurarlos a bajar, lo cual a Tarita le sentó a cuerno quemado. Los riesgos no habían acabado aquel día. Tras llegar al hotel, decidieron ir a darse un merecido baño al lago. Agua fresca tras una paliza de tres horas de subida y dos de bajada a 30 grados de temperatura. Una maravilla. Volvían felices hacia Santiago cuando se aparecieron dos policías guatemaltecos, chaparretinos, pero con sus pistolas. Primero le pidieron a Cílur que les enseñara la mochila, aunque los ojos se les iban todo el rato hacia Tarita. Luego la miraron a ella con ojos hambrientos y uno hizo ademán de ir a ‘registrarla’, cuando lo único que llevaba era un vestido corto de esos que se llevan a la playa sobre el bikini y unas chanclas. Se acercó a ella y Cílur y Tarita le preguntaron al unísono: ‘¿Qué va a hacer?’. Él quedó cortado y esbozó la palabra ‘registrarla’. Venga ya, hala, hasta luego. Y los polis se quedaron con cara de circunstancias.
De Panajachel el siguiente destino era Chichicastenango (maravillosos nombres), donde estaba el mayor mercado al aire libre del país. Debieron hacer escala en Ciudad de Guatemala para cambiar de autobús. Aquellos buses normales de línea eran un espectáculo. A reventar de gente, con maletas sobre el techo y un chaval gestionando todo aquel caos, cobrando, ordenando maletas, abriéndose paso entre la gente y gritando cada poco “¡Guate!, ¡Guate!”. El bus se estropeó en una cuesta. No pudo más. Y curiosamente al poco apareció otro al que se subió todo el mundo como si no hubiera mañana. Chichicastenango tenía una gran plaza llena de puestos de venta de todo. Aunque no tuviera nada que ver con el país, compraron una gran jirafa de madera. Les había gustado y punto. Y mil abalorios más. Era una gozada instalarse en los balcones de los restaurantes que daban a la plaza desde un primer piso y cenar viendo el trajín. También había a los pies de la iglesia rituales con humaredas y no sé qué historias más. Aquella noche final antes de volver a España, Cílur le confesó a Tarita sus temores con Brad Pitt.
-Creí que no lo contaba. Estaba acojonado. Pero luego lo vi bañándose en La Ñora y al ver esas patucas de alambre pensé que el cielo se abría ante mí.
-Salvaste que no me gustan las patas de alambre, aunque un elevado número de mujeres, por no decir la mayoría, se las perdonaríamos.
-¿A sí?
-La verdad es que sí.
-O sea que el peligro seguía con pata de alambre y sin ella.
-(risas)
-Oye, ¿no andará por ahí Sean Connery? (a Tarita le encantaba)
-No sé si será aquel… (le timó)
Cuando despegó el avión de Ciudad de Guatemala, Cílur pensaba para sus adentros que llevaba a su lado a la mujer de su vida, pero consideraba que debía esperar un pelín para decírselo. De todas formas, al meditarlo, le apretó la mano con fuerza y ella notó que algo había pasado por su mente. Solo dijo ¿qué?, él la miró embelesado y ella sonrió mostrando esa preciosísima sonrisa que no había visto jamás en toda su vida. Entre Cilurnigutatis y Guatemala, en aquel inolvidable octubre, se había sellado una gran alianza. Pero la vida seguía. Y nada más aterrizar el cine atrapó a Cílur mientras Tarita debió viajar rápidamente a Milán a cerrar su fichaje por aquel proyecto que la iba a proporcionar el trabajo en el que había soñado toda su vida.