Cilurnigutatis Boulevard 36 (Boda) | Campo y playu - Blogs elcomercio.es >

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Adrián Ausín

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Cilurnigutatis Boulevard 36 (Boda)

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La boda de Ruper Murias y Marilyn Monroe en Cilurnigutatis pilló a todos con el pie cambiado. No había precedecentes de tal calibre. Un gijonés de pro y un mito en versión holograma. Nunca se había visto. Sin embargo, ellos lo tenían clarísimo. Se complementaban a la perfección y la vida marítima que ahí pudiera haber era, francamente, cosa de ellos. Cílur había ido aquella misma tarde a la tienda y hasta que no arrancó la confesión no se fue. La tenacidad era uno de sus fuertes. “Te lo voy a arrancar como si fuera una muela, así que tú verás si quieres perder la tarde”, amenazó a su amigo y finalmente este sacó la bandera blanca.

La nueva meca del cine tenía múltiples versiones de bodas. Si había derrocado a Los Ángeles en cuestión de rodajes y famoseos varios; también se había erigido en una competencia a tener en cuenta respecto a aquella vieja moda de casarse en Las Vegas. En Cilurnigutatis se realizaban completos atrezzos de películas para los enlaces. Había empresas especializadas y Abanico Estelar era muchas veces sede de ceremonias en las cuales los invitados iban de ‘Guerra de las Galaxias’, ‘Juego de Tronos’, ‘Vikingos’ o ‘María Antonieta’. Todo valía. Murias tiró la casa por la ventana y llenó la ciudad de los personajes de su tienda. Hipopótamos, rinocerontes, elefantes, morsas, raposos, monos, ratones, grillos… Un auténtico animalario bajo un luminoso gigante desplegado en la plaza del Marqués donde se podía leer ‘We make love’. Así de simple y de directo. Un juego de palabras donde colaba el nombre de la tienda cambiando el ‘home’ final por ‘love’; un golpe directo que daba las gotas de desinhibición necesarias al enlace del afamado comerciante y el icónico holograma.

La boda resultó un acontecimiento único por su originalidad y, también, por lo fotogénicos que resultaban los contrayentes. Salieron caminando de la propia tienda, en la travesía del Convento. Él radiante, con pajarita, bien engominado; ella estratosférica, de riguroso blanco y labios rojo carmesí. A su alrededor, una prole de muñecos andantes, exactamente las figuras de la tienda, cantando temas alegres. A los lados, haciendo pasillu, las gentes de la calle, arremolinada a uno y otro lado, gritándoles lindezas, en especial, “¡guapos!”, y muchos, infinitos piropos dirigidos a la novia. Al frente del animalario, avanzaban Miguel Mingotes y Audrey Herpburn, con sendos rocines de madera, él de riguroso esmoquin negro y ella, del mismo tono, elegante y distinguida. A Marilyn le había fascinado aquella escenificación en el Kilometrín en la cual el señor Mingotes emulaba el episodio de los molinos y se estrellaba contra el estadio. Audrey se lo recordó unos días antes del enlace y ambos urdieron la idea de presidir el pasacalles de tal guisa.

Así avanzaron todos por la plaza San Agustín, tomaron el semáforo del ‘martillo de Capua’ y se encaminaron por el Muro hacia la plaza Mayor. La algarabía era enorme. Un dirigible escoltaba la comitiva a unos metros de altura lanzando serpentines y emitiendo músicas de dibujos animados acordes con el atrezzo que llevaban. Los muñecos no paraban de bailar a sus lados y la feliz pareja de cuando en cuando soltaba sus piernas con frescura acompañando los ritmos. Él cual Gene Kelly en ‘Bailando bajo la lluvia’; ella cual Marilyn Monroe conteniendo sus faldas sobre el respiradero del metro. Detrás de los novios les seguía toda la comitiva nupcial. La hermana y la madre de Murias; los amigos; Quentin, Spielberg, Russell Patata Crowe, Sergio Ramos y Guti (ambos en versión Elvis), los Paradisos, la plantilla al completo de ‘Magullu’ y personajes variados venidos de aquí y de allá del mundo del cine, la música y la literatura. Arpegios de Rosalía, que llevaba unas uñas postizas enroscadas de varios metros; Alaska y Mario Vaquerizo; Asier Etxeandía luciendo una larga melena hasta la cintura; Jorge Ilegal con un bate de béisbol; Rodrigo Cuevas con madreñes, montera picona y pandereta; Serrat y Sabina en una especie de ‘papamóvil’ (no estaban ya para trotes), Madonna acompañada de un ñegru de dos metros; Enrique Iglesias y la Kournikova; Ágata Ruiz de la Prada; Murakami; los Obama… Aquello no tenía fin. ¿De dónde había salido toda aquella gente? Nadie lo sabía. Acudían a los festejos de renombre, esos que dejarían huella en el papel couché, como las moscas a la miel y, la verdad, les daban un colorido tal que eran absolutamente bienvenidos.

La boda estaba organizada en versión espicha al aire libre en torno a la estatua de Pelayo, a la cual trepó presto Russell Patata Crowe para, megáfono en mano, anunciar el inicio de la ceremonia. Después bajó, ágil, tomó una espada toledana y casó a la pareja tras arrodillarlos e investirlos como reales caballeros de la Orden de Covadonga. Los vítores de la plaza fueron ensordecedores. El dirigible arrojó tal diluvio de serpentín que por un momento pareció hacerse la noche y cuando este se hubo posado en cabezas, hombros y zapatos, la orquesta Assia empezó a tocar con un invitado de honor, el agitador folclórico Rodrigo Cuevas quien, tras un primer tema con su pandereta, llamó al escenario a Madonna y, arrebujados, cantaron a los novios ‘Morir de amor’, pastelón finalizado con los vítores de toda la parroquia y los saltos entusiastas del animalario al completo de ‘We make home’.

La fiesta duró tres días con sus noches. Se bailó, se durmió y se comió sin tasa. Cuando las fuerzas flojeaban sonaba un gong instalado en la azotea del Bar Inn y como por arte de magia la plaza quedaba llena de confortables colchones dispersos, con sus cojines y sus cobertores, sobre los que se acomodaban todos los invitados. En esas fases sonaban murmullos de pequeños grupos conversando entre susurros, entre los cuales siempre despuntaba alguna risa, y siempre había algún artista invitado que entonaba, a baja voz, alguna nana que arropara aquel letargo. Luego, pasadas unas horas, tras un confortable desperece, se hacía la luz y todos regresaban a sus puestos; a la música, el convite y la bacanal.

Al tercer día, Murias y Marilyn desaparecieron. Se fueron a lo grande, montados en el dirigible, que desplegó una escalerilla por la cual treparon. La estampa quedó para los anales, con un soplo de aire que dejó las faldas de Marilyn casi por encima de su cintura (tremenda juguetada). Antes de entrar al ingenio aerostático, se volvieron para sonreír y despedirse. Algunos barruntaban Kenia como destino; adonde Murias tenía especial interés en ir para tomar nuevas ideas para su animalario. El distinguido público de la plaza del Marqués dio su último adiós y acudió en masa a darse un chapuzón a San Lorenzo, frente a la Rampla. Octubre seguía tan tropical comos septiembre y Cilurnigutatis parecía talmente Florida en ese aspecto. Contemplar aquella prole de famosos dispersos por el agua no dejó de resultar singular. Sabina y Serrat bajaron con el ‘papamóvil’ hasta la arena y ahí se quedaron, con sus trajes blancos, como en la escena de ‘Muerte en Venecia’ contemplando aquella algarabía flotante, en la cual tomaba parte también el animalario al completo de ‘We make home’. Miraban y reían, sin soltar los cubatas de la mano, mientras pensaban en coger la guitarra y poner música y letra a todo aquello que estaban contemplando.

Temas

Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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