44.
En el pisín alangostau de Audrey el café giraba en torno a la boda de Cílur y Tarita. Audrey y Marilyn se lo habían pasado en grande. Bailando, cantando y degustando una suculenta espicha asturiana, donde no faltaron hermosos centollos de dos kilos con sus carros preparados a la sidra. Dos vecinas playas incorporadas a sus tertulias habían ido impregnando su vocabulario no ya de términos en espanglish sino también de otros autóctonos; hasta el punto de que a veces se llamaban “fía” una a la otra; aunque pronunciado como si estuvieran masticando la palabra. Decían “fía” y rompían a reír, pues notaban que estaban trasgrediendo una barrera hacia las entrañas del territorio cilúrnigo, que les resultaba ahora más exótico que la Quinta Avenida de Nueva York.
-Pues a mí gustome mucho el carrou del shen-cho-llo; acertó a decir Marilyn.
Se miraron las cuatro, arquearon las cejas, como si alguien acabase de destapar un tesoro, y rompieron a reír. Luego, cumpliendo el ritual femenino, tomaron las tazas de porcelana, una reliquia de la Fábrica de San Claudio, las acercaron a la boca, soplaron levemente el humeante café y dieron un pequeño sorbo.
-¿Qué tal la novia?, preguntaron las vecinas.
-Beautiful! Great! Oh! Sorry! Herrrrrmosísima!!!! Como un ángel!!!!!
-¿Y el vestido?
-Oh! Not a usual wedding party! La fiesta fue una sorpresa. El cura era, era, era ¡¡¡John Mayal!!! Y la novia llevaba vaqueros.
Tras el siguiente sorbo de café, miraron por la ventana balconera. Un griterío de gaviotas se había adueñado de la Cuesta del Cholo y la Punta Lequerica. Escuchar a Marilyn pronunciar esta última palabra, además de fía, era uno de los mayores placeres de las vecinas. Buscaban discretamente cualquier excusa para preguntarle por el dique, hacia donde se dirigían ahora las graviotas. Mira, mira padonde van… “Le-que-hui-ca”, dijo ella sabedora de la resonancia de la toponimia en aquella privilegiada atalaya.
Marilyn alzó la vista para recorrer con la mirada aquella pequeña sala, modesta, pero alegre, muy alegre, con sus decorados marineros, sus mimbres y sus paredes blancas relucientes. Podría haber vivido allí Vicent Van Gogh, Paul Gauguin o Manuel de Falla. Ahora le tocaba a Audrey Herpburn. No estaba mal. A ambas les encantaba que sus vecinas les contasen historias de Cimavilla; donde nadie se quedaba sin mote. Les decían el nombre, el mote y la historia de gentes del barrio alto; y ellas se lo pasaban en grande. Luisa Álvarez ‘de la de Nadie’; Ángeles Sánchez ‘la Tarabica’, Asunción Álvarez ‘la Guapita’, Eladia Santurio ‘la de Valienta’, Avelina Artime ‘Veli la del Pálido’, Teodora de Blas ‘Dora la del Chita’, Ana María García ‘la Polesa’, Consuelo García ‘Chelo la Mulata’. De ellas, recordaron, había escrito Cílur en su larga etapa en ‘El Comercio’, pues todas habían sido pescaderas en aquella maravillosa Plaza del Pescado, ubicada frente a la Rampla, que olía a mar, peces, crustáceos y mármoles mojados, con unas espectaculares vistas de la playa de San Lorenzo y el mar Cantábrico.
Frente a ella se vendían los oricios a paladas desde un camión mal aparcado sobre la acera estratégicamente ubicado los domingos en las horas en las que la gente salía de misa matinal en San Pedro. De todo aquello no quedaba nada; con aquel precioso edificio de los años treinta profanado por la burocracia, reconstruido por dentro como apéndice del Ayuntamiento. Cimavilla, lamentaban las vecinas, hacía mucho que había dejado de ser un barrio de pescadores para volcarse en la bohemia. Los barcos ya no descargaban en la Antigua Rula, sino en El Musel, y ya nada era igual. Nada igual, ciertamente, pero seguían viviendo personajes entrañables, viejos lobos de mar, los últimos, y mujeres de rompe y rasga con una lengua más vivaz que el veneno de cien escorpiones.
En esas historias estaban cuando Audrey miró por la ventana y distinguió en la Cuesta del Cholo, sentados en el muro, a Tarantino, Richards y Patata Crowe. Keith Richards se levantó en ese momento, alzó el brazo y escanció. Debió de aprender en la boda porque atinó a la primera, aunque las medidas las tenía un poco distorsionadas por los fastos de Casa Yoli y llenó medio vaso. Cortó en seco y elevó su culín satisfecho, lanzando una sonora carcajada entre los aplausos de Quentin y Russell. El tratante de caballos de ‘Pelagius’ parecía plenamente integrado en el ambiente, como el grueso de los que arribaban en Cilurnigutatis. El rodaje debía de estar casi finiquitado. Los tres estaban instalados en el apartahotel de La Merced, junto a Paradiso, donde mantenían largas tertulias de balcón a balcón. Audrey se asomó al suyo y captó su atención con un potente silbido como si fuera un chico de pueblo. Cuando los tres miraron arriba, alzó sus dos manos a la vez, muy abiertas, y los saludó con un gesto cómico al que los tres respondieron lanzándole sonoros besos. Entornó rápido y volvió a su café con marañueles.
-Ummm. ¿De dónde eran estos dulces?
-Unos dicen de Candás y otros de Luanco; pero tan buenos todos.
-Oh! ¿Y cómo era lo de Luisa ‘la de Nadie’?
-Un barco pesquero iba a salir a la mar. Zarpamos que no falta Nadie, dijo el patrón. Y al momento llegó el padre de Luisa. Se habían olvidado de él y le quedó Nadie pa siempre.
-Jajajajaja.