En mitad de la guerra que libramos hay quien ha tenido la tentación de teorizar en sentido inverso. La plaga, en esa línea de pensamiento, la constituiríamos los humanos y la pandemia habría sido enviada por la Tierra como herramienta, o advertencia, para protegerse de nosotros o, cuando menos, frenar un tanto nuestros desenfrenados ímpetus.
Aunque el laboratorio de Wuhan parece un hecho tangible, el planteamiento invertido del momento crucial que vivimos constituye un interesante, y acaso necesario, motivo de reflexión. Si hemos llegado hasta aquí algo habremos hecho mal, habrá a buen seguro una cadena de errores acumulados en el último siglo que estén llevando al planeta en una dirección equivocada.
En ‘Urga, el territorio del amor’, Nikita Mikhalkov narra una fábula en cierto sentido premonitoria. La película de 1991, ‘León de Oro’ en Venecia, sitúa al espectador en un paraje tan recóndito como bucólico. Una estepa ondulada y verde bañada por un río tranquilo donde la cámara se detiene en una tienda de campaña bastante confortable. Ahí vive feliz una familia de mongoles, un matrimonio, tres hijos y una abuela, con sus ovejas, sus caballos y unas costumbres en las que destaca la ‘urga’, un palo largo con un lazo que utilizan para atrapar el ganado, pero también para señalar el lugar del campo abierto donde yace la pareja, tras un enriscado cortejo, para que no la moleste nadie. Viven en territorio chino, pero lindan con Rusia y Mongolia. Aprovechando la llegada de Sergei, un ruso que se duerme al volante y tiene un pequeño accidente, la esposa pide al marido que acompañe al visitante a la ciudad para comprar dos cosas: un televisor y preservativos, pues el médico le advirtió de los peligros de un cuarto hijo. El choque de culturas que vive el ruso en la tienda de campaña se invertirá cuando Gumbo, el protagonista, llegue a la ciudad, donde ambos forjan una singular amistad. Al final, Mikhalkov nos mostrará cómo un paisaje bucólico y una vida feliz se ven truncados por una chimenea contaminante y una gasolinera; o sea, el ‘progreso’.
En Gijón (donde el término mongol tiene raigambre de insulto local, con las derivadas mongolo y mongola), el caso retratado en ‘Urga’ evoca a otras chimeneas, otros tráficos y otras aguas contaminadas bajo un engañoso envoltorio de mar y montaña. En la reflexión inversa del coronavirus, todos deberíamos escuchar la metáfora de Mikhalkov y cuando se puedan tirar las mascarillas, además de llorar a los muertos, tomar medidas reales, uno por uno, para virar el rumbo de nuestra nave. Aunque solo sea por una mera cuestión de supervivencia.
(Publicado en EL COMERCIO el jueves 30 de abril de 2020)