Situémonos en 1949. Una niña de cuatro años, llamada Aida, llega a Gijón con sus padres, procedentes de Galicia en busca de un futuro mejor. El padre es maquinista de embarcación pesquera y enseguida saldrá a faenar con los marineros de Cimavilla. Ahí precisamente se instala la familia. En pleno corazón del barrio alto. En la plaza de La Corrada. Pero no en cualquier sitio, sino en el bajo, entonces vivienda, que hoy ocupa el bar La Plaza, bebedero de pro y sede de memorables conciertos. Aida pasará un año en dicho hogar y tres más de Cimavilla. De ellos hoy guarda vivencias que bien podrían enmarcarse en un museo de la ciudad. La primera, las peleas de las pescaderas. Según recuerda, confluían a media mañana con sus cajas de pescado ya vacías y, sin saber por qué, las dejaban en el suelo y se enzarzaban en un repentino combate físico que tampoco pasaba a mayores. Cuatro tirones de pelo, unos insultos de la tierra y luego, caja en mano, cada una para su lado.
En La Corrada también veía a Rambal. Su descripción no tiene desperdicio: «Parecía recién salido de la ducha. Camiseta ajustada, pantalones ajustados, con chancletas y pelo engominado… ¡Relimpio!». Una impresión de niña a estrella en ciernes que remata con una singular comparativa: «¡Como Travolta!», en alusión a su etapa dorada de bailongo superstar en ‘La fiebre del sábado noche’ y ‘Grease’.
A aquel Travolta gijonés de los años cincuenta Aida lo vio también en riguroso directo. Los fines de semana, cuenta, actuaba de noce en la plaza de Tabacalera y la gente del barrio llevaba bancos de sus casas para disfrutarlo cómodamente. El ambientazo era total. Aida también vio cantar a la mítica Perala en el Campo Valdés y disfrutó en los recreos, desde las almenas de la Academia España (hoy Colegio San Lorenzo), de las hermosas vistas de la playa. Tampoco olvida los nombres de sus profesores: «Doña Patro, don Domingo y doña Concha».
Pero, volviendo a Rambal y su trágico destino, añade otro recuerdo inquietante. A La Corrada acudían dos animadores, uno con un acordeón y otro, manco, que narraba una historia ilustrada con imágenes. A los acordes del primero salían las mujeres a bailar en parejas. Con la historia del segundo no perdían comba los niños. Se trataba de «¡un crimen!». Aún faltaban muchos años para el de Rambal. Pero en los recuerdos de la infancia de Aida están unidos aquel estiloso Travolta, las espontáneas peleas de sus queridas pescaderas y el premonitorio crimen narrado por aquel arlequín al que le faltaba un brazo.
pd.-¿Y quién es esa niña rubia, guapa y atenta que entre los cuatro y los siete años contempló ensimismada aquellas estampas costumbristas de Cimavilla que hoy se antojan preciosas piezas de museo; primero desde su propia vivienda en la plaza de la Corrada y luego mudada a Escultor Sebastián Miranda, donde está ahora la farmacia, doblando la esquina del Santo Ángel? ¿Quién es esa niña que iba a tomar pasteles a un establecimiento de la plaza Mayor donde ahora hay una sidrería (La galana)? Pues esa niña, señoras y señores del jurado, es mi queridísima madre política, que vino un día desde Muros de Galicia para quedarse en Gijón para siempre y disfrutar de aquellas salsas marineras y de todo lo que vino después.
(Publicado en EL COMERCIO el jueves 18 de marzo de 2021)