La primera impresión de Marina Abramovic es impactante. No defrauda un ápice. Acaso parezca, un tanto, una caricatura de sí misma, dicho sea con todos los respetos. Pues la imagen acuñada en el imaginario de quien escribe es la de la performance con Ulay en 2010 en la cual ella tiene 63 años. Poseía entonces una singular belleza, con esa mirada penetrante y una nariz tan excesiva como atractiva protagonizando su particular rostro balcánico. Ayer, la Marina que asomó al Teatro Jovellanos tenía 74 años, casi 75, que cumplirá en noviembre. Tal parecía que los rasgos se hubieran acentuado, que ocultaran también algún ‘retoque’. Pero el embrujo seguía ahí. El magnetismo, también. Y la belleza, pues al final uno acaba por concluir que se trata de una mujer singularmente bella, a su edad, también.
Su movimiento corporal en el escenario, tablas no le faltan, fue seguro, medido, armonioso. Se acomodó con elegancia en la butaca y pareció disfrutar del momento, desde ese confort, con una vestimenta sobria y cómoda, con su pantalón negro, su camisa blanca y su zapato plano. La atención debía centrarse en su rostro, en sus gestos, en su mensaje. Y su look fue totalmente adecuado para ello, al igual que la decoración, que recreaba las antiguas cocinas de la Universidad Laboral, donde realizó una extraordinaria performance en 2009.
Sinceramente, con contemplar desde la fila 5 a esta artista el tiempo ya se podía haber dado por bueno. Pero el acto organizado por la Fundación Princesa de Asturias incluía, claro está, contenido. Y así, Marina (vamos a tutearla, como si fuera ya de casa) fue respondiendo a las preguntas de María de Corral aportando claves de algunas de sus performances. Su tertuliana, prestigiosa crítica de arte y comisaria de exposiciones, exhibió complicidad con la artista y conocimiento del trasunto, aunque acaso le faltó ese plus de energía y vanguardismo que no se le podían exigir a sus 81 años. Faltó quizá un presentador que aportase más ‘frescura’, aunque Corral cumplió dignamente con su cometido. Y a sus preguntas, con imágenes de afamadas performances, fue concretando Marina datos y datos y datos de cada una de ellas, aportando un sustrato teórico muy de agradecer por el público para entender, comprender y apreciar mejor el talento de la artista serbia. Empezó por la performance de la Laboral, que le evocó su infancia, su cocina, su pobreza, con la permanente compañía de su abuela. Habló también de Santa Teresa de Jesús, de su
levitación en la Laboral y de cómo pidió al fotógrafo retratarla desde la cúpula tumbada en el suelo. Explicó luego otras performances como esa en la que posa con Ulay, su ex, con un arco cargado con una flecha entre ambos y la tensión latente de que si a él se le soltaba la mano le clavaría la flecha en su corazón. O el famoso posado durante tres meses en el MOMA ante miles de norteamericanos con los que estableció una conexión especial (no abundó en la sorpresa final de Ulay tras años sin verse por ser quizá un tema archiconocido). O esa en la que se hace daño a sí misma peinándose con brusquedad. O aquella en la que devora una cebolla cruda con agresividad. Especialmente interesante fue la última, el encargo recibido en Ucrania para conmemorar la fosa común mayor del mundo. Ella, tan alejada del arte físico perdurable, concibió un muro de 40 metros de largo y 4 de altura levantado en carbón, intrínseco del territorio, e incrustado por unos cristales brasileños que resplandecen por la noche y suponen un contrapunto de esperanza a partir de la tragedia. De ellos brotan además unas gotas de agua que simbolizan las lágrimas. Un interesante contraste en su trayectoria.
El repaso dado por Abramovic fue ameno y concreto, con imágenes ilustrando sus explicaciones. Luego llegaron un par de preguntas del público y el acto se cerró con una merecida ovación. Podía haber durado más y allí habríamos seguido todos encantados. Pero el sabor de boca dejado por Marina Abramovic, como el de todo lo que organiza la Fundación Princesa de Asturias y todo lo que tiene la gentileza de traernos a Gijón, fue una vez más extraordinario.
Hacía calor en la ciudad. Veintisiete extraños grados otoñales que invitaban a regar y alimentar oportunamente el festín cultural. En el debate posterior, entre tres comensales, se visualizaron diversas interpretaciones de Marina Abramovic. Una de ellas, como mujer eslava de raza, con unos preciosos ojos verdes, como si fueran esmeraldas. Otra, una versión de Abramovic sentada en torno al fuego, en una reserva india, como hechicera de la tribu, a la cual narraría historias fantásticas una noche tras otra. La última, como amante de Rasputín, el místico ruso que ejerció una notable influencia sobre los Romanov con un magnetismo y una fuerza de la naturaleza tan extraordinarias que ni el cianuro ni los disparos acabaron con su vida en el complot organizado en el palacio Yusupov, con lo que optaron por encadenarlo y arrojarlo al río Neva. Pero Rasputin encarnó en cierto modo el mal, mientras Abramovic encarna el bien; el arte transformador de la sociedad. Esta mente fantasiosa no sabe muy bien por qué evoca al místico ruso como la otra cara de la moneda de una fuerza energética con la que Marina, nuestra Marina, nuestra premiada, felizmente ayer en Gijón, ha forjado una trayectoria artística tan original y tan diferente (pero así es y así lo cuenta). Ese fue precisamente su último consejo a quien quiera adentrarse en el mundo del arte. No seguir ninguna corriente existente, no ambicionar la fama, ser uno mismo y no tener miedo a nada.
Brindamos por ti Marina. Por tu talento. Y por esa fuente de energía luminosa que irradia tu singular presencia.
FOTOS PALOMA UCHA
PD.-En su entrevista con EL COMERCIO en el Reconquista, el pasado martes Marina se mostró cercana, amable y por supuesto interesante. El resultado salió hoy publicado, con la siempre extraordinaria firma de Marifé Antuña.