Cuando despertó, el centollo todavía estaba allí». Esta adaptación gijonesa del cuento más corto de la historia, aquel que dedicó el guatemalteco Augusto Monterroso a un dinosaurio, aflora al repasar las imágenes del cierre de Casa Zarracina, consumado el domingo. En cuestión de días, Rafaela y Segundo Riesgo, sus dueños, estarán ya en Canarias con los nietos mientras los autóctonos aficionados a sus mariscos pasarán por la calle Ventura Álvarez Sala y comprobarán en su escueto escaparate que ni el centollo ni los oricios (no es temporada) están aún allí. Esta semana nos hemos quedado sin otro aroma de la ciudad; ese que destilaba Casa Zarracina con los efluvios de la extraordinaria Sidra Coro y los aromas de centollos, oricios y rollos de bonito. El lugar respiraba tradición, edad, tipismo. Segundo y Rafaela, y en sus tiempos el entrañable Rogelio, ponían el buen hacer. Y la calma. El tempo de Casa Zarracina era único en su especie. Y, como tantas cosas, en este caso por merecida jubilación, nos hemos quedado sin él.
«Lo mejor de Gijón ye lo que quiten». La frase de Teodora de Blas (Dora la del Chita), vendedora durante medio siglo de la añorada Pescadería Municipal, cerrada en 1991 para convertirla en lujoso ‘pagamultas’, encuentra en cada cual ejemplos dispares. Este cilúrnigo no se recuperó nunca del cierre del Escocia, pub de cabecera de varias generaciones de gijoneses. Nunca encontró nada parecido. Le siguieron el Caracol, el viejo Varsovia (con el desmelene del piso de abajo y los amaneceres frente a San Lorenzo), el Kitsch de Luisón, el simpático Chamberí, amén del Tik, Jardín, Oasis… La lista de pubs es alargada; la de restaurantes quizá no tanto. Pero lo cierto es que las novedades interesantes llegan con cuentagotas, en versiones además ‘sofisticadas’. La cosa parece ir al menguante ritmo de la población.
Si uno contempla el edificio de Casa Zarracina, bajo y dos plantas, ahora en venta, puede iluminar una idea que solo requeriría (pequeño detalle) un emprendedor sobrado de euros para transformar sus tres pisos en un nuevo restaurante que marcara una época. Podría llamarse La Centollería y tener en cada una de sus plantas una gran pecera repleta de nuestros deliciosos ‘maja squinados’, con adornos marineros en las paredes y sidra asgaya. «Es una pena este cierre porque no hay tantos sitios para tomar un centollo», decía a EL COMERCIO un habitual de Casa Zarracina. Faltaba añadir quizá «tantos sitios tan agradables como…». Pero sí. No hay tantos. Si alguien que lea estas líneas no acaba de alumbrar una idea que se integre al instante en nuestros usos y costumbres cilúrnigos, aquí la tiene: La Centollería. ¿Se anima?
(Publicado en EL COMERCIO el jueves 23 de junio de 2022)