QUINCE DÍAS EN ISLANDIA (1)
Cuando, tras cuatro horas de vuelo desde Barcelona, el avión inicia el descenso contemplas desde la cuadrícula de la ventanilla la primera imagen de Islandia. Ves hielo. Una gran masa helada. Un gigante helado blanco que desparrama sus múltiples lenguas por las hendiduras de las montañas en todas direcciones. En tu caso, lo ves desde el mar, adonde el glaciar Vatnajökull enfoca su cara más conocida, pues es ahí, en su desembocadura más espectacular, la de Jökullsárlón, donde miles de viajeros de reúnen a diario en los meses de verano para contemplar los icebergs que van saliendo al mar, dispersos, chocando unos contra otros, por el río más corto de Islandia, el que separa la laguna del glaciar del océano Atlántico, mientras alguna foca nada entre ellos ajena a las cámaras de los móviles. De momento, lo que ves desde el avión es la masa blanca, confundida con las nubes que rodean la aeronave. El parque nacional del Vatnajökull, para que nos hagamos una idea, tiene 137.000 kilómetros cuadrados, eso es, un 30% más que la superficie de Asturias. Palabras mayores.
Esta es la primera impresión de Islandia. Su primer mensaje cifrado desde las alturas. El hielo. Un hielo que condiciona su vida. Pues quien visite Islandia fuera de los meses de verano tendrá restringida poderosamente su movilidad. La mayor parte de las carreteras estarán cerradas y su operatividad se reducirá a la vía de circunvalación de la isla en su lado sur, donde por otro lado hay grandes atractivos que justifican ya de por si un viaje corto, por ejemplo en Semana Santa. Quien lo haga en invierno será un atrevido y verá el país sumido en las tinieblas de la noche las 24 horas del día. En julio, en cambio, no hay noche, una singular experiencia en un país donde no existen las persianas; sí estores y cortinas; y adonde es recomendable para quien guste de dormir totalmente a oscuras llevar un antifaz en su maleta.
Vamos avanzando en Islandia mientras el avión desciende. Pero aún no hemos contado acaso su mayor atractivo. En sus 103.000 kilómetros cuadrados, la quinta parte de España, algo más que la suma de Andalucía y Asturias, viven solo 350.000 habitantes. La sensación por tanto en Islandia será en todo momento la antítesis del estrés, la masificación, la polución, las prisas… En Islandia puedes avanzar veinte o cuarenta kilómetros por carretera sin ver una casa, un solo rastro de esa vida mal llamada civilizada, todo lo más la propia carretera por la que vas circulando exenta de arcenes, quitamiedos e incluso a veces pintura. De vez en cuando, aparecerán unas ovejas, luego unos caballos y siempre aves, miles de aves sobrevolando este territorio felizmente salvaje.
Si todo lo dicho hasta ahora aludiera a un páramo estaría muy bien esa soledad islandesa, pero acaso no mereciera la pena el esfuerzo del viaje. Sin embargo, la naturaleza se presenta en este país nórdico en un estado virginal nunca visto por el viajero. Virginal y rico. Pues en este país volcánico y extenso en glaciares, cuando llega el verano y se despoja de su manto blanco y su cielo negro, la tierra muestra tal diversidad que le dejará a uno con la boca abierta en cada rincón. Montes negros, marrones o pardos, paisajes lunares con fumarolas, géiseres, playas naranjas (pocas) y negras, campos de lava en esta puro, flores en las orillas de la carretera, praderas, campos de fútbol junto a pequeños pueblos de un verde inmaculado, cataratas de película, decenas y decenas de cataratas, ríos puros de agua cristalina, ramilletes de abetos que crecen despacio… Y todo, absolutamente todo, para disfrute personal e intransferible de un viajero que puede estar en los fiordos del Oeste avanzando por una pista sin asfaltar en pleno julio sin cruzarse con un coche en media hora.
Así es Islandia. Pura. Virginal. Exuberante. Pero también, no nos engañemos, dura, con un clima extremo que condiciona la vida. En quince días de julio verás el termómetro a 4 grados, de forma usual entre 10 y 14, y unos instantes un par de días entre 15 y 18. Habrá dos jornadas de lluvia intensa. Pero lo normal, incluidos esos dos días malos, es, exagerando un poco, tener las cuatro estaciones en el mismo día. Tan pronto llueve un poco como disfrutas de cielo azul como sopla un viento helado engañoso para los 13 grados reinantes o te quedas en camiseta porque vas haciendo una ruta y tienes calor. Es complicado hacer la maleta. En ella debe haber ropa cómoda, montuna, playero de descanso y de monte, camisetas, gorro de agua y de frío y, fundamental, esa prenda llamada ‘chaqueta’ en la ropa deportiva que viene a ser un chubasquero con doble capa fina interior; ligero pero excelente repelente del viento y el frío. Tampoco estará mal meter algo de comida envasada, pues Islandia es un país carísimo y el viaje en coche circunvalando la isla te cogerá a la hora de comer no sabes dónde, quizá haciendo una pequeña ruta o en mitad de la nada, de modo que está bien llevarte una base alimenticia que te dé autonomía para ir dando prioridad al espectáculo que tienes ante ti.
Aterriza el avión en el aeropuerto internacional de Keflavik, 50 kilómetros al sur de Reikiavik. Son las diez de la noche. Pero, claro está, es de día. Luz total. Toca coger el coche de alquiler e ir a dormir a la capital. Vas a circunvalar el país en dos semanas. 3.500 kilómetros que incluirán alguna ruta por pistas sin asfaltar. Recomiendan todo-terreno. Pero los precios son prohibitivos. Cogerás el más pequeño, el Suzuki Jimny, que tampoco es barato y con el que te prohibirán circular por pistas ‘F’, las peores. Si entras en ellas, cosa tuya. Nadie irá a rescatarte. No te permiten pistas ‘F’, ni cruzar ríos. Tampoco te cubren los daños derivados de dos singulares cuestiones: saltar encima del capó (sic) ni quedarte sin una puerta arrancada por el viento. Cuando la abras, insisten, cógela bien, pues una ráfaga puede llevársela por el aire.
Con estas advertencias avanzas hacia Reikiavik (210.000 habitantes), donde tienes reservadas las dos primeras noches. Pese a no estar en la UE, Islandia tiene cobertura móvil de llamadas incluida al uso europeo. Pero no de internet. Vodafone te cubre solo 32 MG. De modo que no podrás usar el navegador del móvil. Casi no hace falta. Las carreteras son tan escasas que se puede ir a la antigua usanza, mirando los carteles y fijándote bien en el número de la carretera. La 1 es la que circunvala el país. En cada hotel mirarás la ruta del día siguiente, harás una captura de la llegada concreta al hotel siguiente y no habrá problemas. Lo primero que muestra la carretera transmite una total sensación de libertad. Apenas tráfico. Un carril en cada sentido bien asfaltado, pero sin apenas arcén. Flores hermosas, en tonos lilas, a ambos lados, a las que siguen arbustos y campos de lava. El mar a la izquierda. La montaña a la derecha.
A pleno día pasadas las once de la noche te sientes en otra dimensión. En otro lugar. En un país exótico que mira más a Groenlandia que a Europa, lindante al norte con el Círculo Polar Ártico. Un país redondo que vive mirando al mar con un núcleo, llamado Tierras Altas, donde no existen vida ni carreteras, solo volcanes y paisajes fascinantes (que no verás). Un país rodeado de ballenas, focas, bacalaos y salmones. Un país distinto, lleno de riquezas naturales, rebosante de agua, rica y sabrosísima agua, servida gratuita en todos los restaurantes, que marcará un singular contrapunto en tu vida. Un país donde, pese a su aspecto arcaico, todo está bien organizado, casi al modelo yanqui, y donde podrás pagar hasta un café con tarjeta de crédito hasta en el más recóndito pueblo. Cuando veas que cuesta 5.000 coronas no debes asustarte demasiado. Son 3 euros con 50 (1 euro: 139 coronas). Caro. Carísimo. Tipo Noruega. Pero lo que te da a cambio quizá lo compense con creces. Un país donde las palabras largas e impronunciables pueden recortarse. Basta aprender que fjordur es fiordo; jökull glaciar y foss catatara. Muchas palabras las llevan al final. Sí es ja y no es nei.
Aparcas junto al hotel Sunna. Está junto a la catedral luterana de la capital, una extraña mole de hormigón blanco. Como es tarde, la recepción ha cerrado y tienes la llave en un cajetín. Abre con un código que te han mandado al mail. La habitación es diáfana. Desde la cama te mira el baluarte religioso de Reikiavik a plena luz. Corres la cortina y te despides del exotismo islandés hasta la mañana siguiente.