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Adrián Ausín

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Grietas, géiseres y cataratas

QUINCE DÍAS EN ISLANDIA (2)

Sin ánimo de exagerar, podría decirse que el primer día en Islandia ya justifica el viaje. El plan es hacer el Círculo Dorado, una ruta por carretera de unas tres horas que llenará toda la jornada pues tiene cuando menos tres paradas fundamentales de larga duración: el parque nacional de Pingvellir, la visita al géiser que dio nombre al géiser, pues así se llama, y la descomunal catarata Gullfoss, quizá la más espectacular del país o cuando menos una de las tres grandes (las otras serían Dettifoss al norte y Skogafoss al sur). Despiertas con cierta tensión en el Hotel Sunna, pues la víspera, al llegar tan tarde, estaba toda su plazoleta interior llena y aparcaste en la calle arrimado a un seto en lugar indebido. Bajas rápido a las siete de la mañana, certificas la ausencia de multa y recolocas a Jimny, el fiel compañero de viaje. El desayuno bufé es correcto en un espacio diáfano adornado con cuadros de paisajes y animales. Llama la atención la dureza de los huevos cocidos. Tienen una cáscara tan gruesa que acabas por usar el quicio de la mesa para darles su merecido. Ahí sí casca la cáscara. Luego observarás al clásico matrimonio veterano que no cruza una palabra en todo el desayuno para el cual el huevo islandés saldrá al rescate como tema de conversación. Él se afana con su huevo, pero tiene los mismos problemas que el cilúrnigo. Cuando logra quebrarlo se quiebra también el silencio de veinte minutos del matrimonio. ¡Ha surgido un tema! Y el señor Douglas, un suponer, esboza una sonrisa satisfactoria que le da pie a comentar a la parienta cómo ha sufrido para cascar el huevo. Después vuelve el silencio.

Salir de Reikiavik resulta fácil, basta ir hacia su ronda y tomar dirección norte. Destaca, todo el tiempo, una arquitectura nórdica moderna, funcional e integrada. Salvo la descomunal catedral, objeto de honda polémica, pues es obra reciente, nada desentona. Parece haber una sana obsesión por que las formas se integren, con un repertorio luego de colores que dan vida, con sus intensos amarillos, azules o rojos, en las pequeñas urbes, pero que pasan al más absoluto anonimato en parques naturales o áreas próximas a cataratas o lugares considerados de valor, donde priman el marrón y el negro con objeto incluso de que casi no se distingan a distancia. El poco tráfico que entra y sale de Reikiavik no llega ni a un tercio del que entra y sale de Gijón un martes a media mañana. Con esta plácida sensación avanzas por una carretera que enseguida se muestra repleta de flores en sus orillas. Al desviarte al Círculo Dorado, resulta imposible no hacer una primera parada. Te topas con un bosque de flores lilas a los dos lados de un riachuelo que cruza un puente de madera abombado. Parece una postal, la primera, pero está ahí. No puedes evitar bajarte del coche y recrearte en ese primer instante. Es domingo, 2 de julio, hay 11 grados de temperatura y el cielo alterna nubes y claros.

Podría decirse diez veces, cien o cien mil. Serían pocas. Lo que se ve desde el coche le deja a uno pasmado a cada instante. Las fotos que apetece hacer todo el rato no captan más que un cierto porcentaje de la exuberancia islandesa, del exotismo de sus colores montunos. Y así, con la boca abierta, avanzas media hora por la carretera del Círculo Dorado, que va dejando ver al fondo un extenso lago azul. Antes de tocarlo giras a la derecha para entrar en Pingvellir, primera parada. En esta hermosa llanura, o bajo ella mejor dicho, las placas tectónicas de Europa y América se separan entre 1 y 18 milímetros cada año. Un sendero un tanto alzado sobre el valle permite pasear sobre dicha grieta (a la vista parcialmente) y llegar hasta dos miradores que divisan el valle, uno a cada lado, después de haber contemplado una pequeña pero bonita cascada en la mitad, la primera del viaje. En dicho sendero, según explica la guía, los vikingos establecieron el primer parlamento democrático del mundo en el año 930 y en él también se realizaron ejecuciones tras el pertinente juicio, muchas de ellas por ahorcamiento. Pingvellir es un buen punto de partida para empezar a simpatizar con Islandia, ofrece un relajante paseo por la senda, un valle extenso con más caminos y un guapísimo río engrietado al otro lado donde, caso de haber algún grado más, el cilúrnigo se habría metido de cabeza.

Tras perimetrar el gran lago (insistiremos en que apetece detener el coche cada 500 metros para recrearse en el paisaje), la siguiente escala es Geysir, el géiser que dio nombre a todos los géiseres, al cual calculan activo desde hace 800 años. Ahora, quizá por agotamiento, dormita el sueño de los justos. Esto no quita para que Geysir, el titular del nombre, sea un precioso charco digno de ver encaramado a media altura en un bonito valle y con su agua caliente cubriéndolo sobre un lecho de tonos ceniza y marrón. Su traducción islandesa, “pozo surtidor”, bien se puede apreciar hoy día en el vecino, Strokkur, que anima a la parroquia concentrada ante él lanzando a cada rato una ráfaga al aire de vapor de agua ardiente. Quien desee una vista panorámica tendrá una senda que en unos veinte minutos le sitúa en una colina asomada sobre ambos. Cuando el cilúrnigo y su amada costilla llevaban dos tercios del camino deben dar la vuelta por unas ráfagas de aire repentinas que amenazaban tirarlos al suelo. Así es el tiempo en Islandia. Cambiante, agresivo, rudo.

De tercer plato, aguarda la descomunal Gullfoss. Ocurre, sin embargo, lo previsto. Nada más aparcar, aprieta el hambre. Y para hacer las cosas bien, toca tirar de las provisiones autóctonas para hacer unos rápidos bocatas y dar cuenta de ellos al calor del coche contemplando ya a media distancia el espectáculo que se avecina. Ruge Gullfoss desde lejos. Brama su incansable torrente de agua. Grita al mundo su poderío con los vapores que emanan de sus dos saltos consecutivos. Las escalinatas te permiten bajar hasta una plataforma rocosa a los pies de la primera cascada. Te queda de frente, o más bien un tanto de lado, pues si de frente fuera te llevaba por delante. Ahí te quedas tonto contemplando la fuerza del agua, la masa ingente, el choque continuo, la espuma emergente. Una tribu de viajeros dispares inmortaliza el momento a cada instante. Es julio pero hay sitio para todos. Hay tanto camino para contemplar Gullfoss, tantos miradores, que no te sientes en ningún momento atrapado por las masas. Imposible no hacer fotos, ni vídeos que demuestren con sonoridad las sensaciones presentes o usar los prismáticos (fundamentales en este viaje) para ver como si te fuera a comer el tsunami que cae sobre ti. Tras las dos potentes cascadas, el río se encajona bravo por una bellísima cortada sobre la que se extiende una llanura verdosa, en oportuno contraste con la espuma blanca del agua.

Con Gullfoss en la retina, tras una larga recreación desde todos sus miradores, comienzas dar el giro al Círculo Dorado en dirección Reikiavik, pero por otra carretera al sur de la inicial. Preciosa de nuevo. Verde. Con muchos caballos y ovejas. Por ella llegas a Fludir, donde te topas con la primera piscina geotermal del viaje: Gamia Laugin. Vista desde la puerta de acceso, podría parecer un estanque rodeado de valle, bonito, agradable, de tamaño medio. Dudas. Hay bastante gente. Un poco de apretura en el agua, cuesta unos 25 euros por persona y piensas que seguro encontrarás mejores opciones en días sucesivos, como así será. Estás además atontado por la vista de Gullfoss y piensas que si te metes en aguas calientes igual acabas en desmayo. Así que tomas una Coca-Cola y sigues ruta hasta Reikiavik. En este tramo final, aparecerá un paisaje volcánico más rutinario surcado por una línea de alta tensión que enseguida identificas como la de la excelente película islandesa ‘La mujer de la montaña’, un originalísimo alegato ecologista donde la música juega un papel muy divertido. Será quizá el único paisaje islandés un tanto anodino de todo el viaje.

Pese a la intensidad del día quizá sean las nueve de la noche cuando te estás dando una ducha en el hotel. Sales rápido a cenar algo. Es tarde para los horarios locales. Messinn, recomendado, no tiene sitio (lo catarás el último día del viaje) y resuelves en una especie de cervecería con dos deliciosas sopas de pescado y unos fish & chips. Reikiavik, amable, animado, plácido, lo pasearás mejor el último día.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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