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Adrián Ausín

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Oricios, Julio Verne y Singapur

QUINCE DÍAS EN ISLANDIA (4)

Stykkisholmur. En este pueblo con ferry a los perdidos fiordos del Oeste harás dos noches. Los pueblos islandeses son minúsculos, dispersos, sin nuestro tradicional núcleo de plaza con iglesia. Al elegir tus escalas buscas con mimo aquellos más atractivos, con más vidilla, aunque a veces eso depende de la hora a la que llegues o, sobre todo, de si está nublado o luce el sol. Stykkis tiene un innegable encanto, con su puerto y su monte de abrigo portuario, al que se escala rápido para observar mil islotes situados frente a él. Al llegar parecerá un pelín tristón, pues el día está mustio. Al marchar dará pena abandonarlo. 

En Stykkisholmur hay un hotel famoso en las guías. El Egilsen. La clásica casa roja de cuento. Tú reservaste en un filial: el Syslo. Una casa beis gestionada por ellos y por tanto sin recepción. Con habitaciones algo pequeñas pero con una inmensa cocina salón a disposición de los clientes. La primera noche cenas en un cuco restaurante que mira al puerto. Dos sabrosas tapas por delante, una de paté y otra de vieiras, y una generosa ración de ricos mejillones; sin vino, sin postre, sin café suman unos 70 euros. Así es Islandia. Una botella de vino no baja de 50 euros. Un plato principal, aunque sea pasta, no baja de 30. Por tanto hay que racionar.

A la mañana siguiente te topas en la cocina, en el desayuno, con dos parejas de Singapur. El primero en aparecer es pequeñito. Luce perilla y melena blanca recogida con una goma. Pregunta la nacionalidad y recibe la palabra ‘Spain’ con halagos. Luego replica orgulloso ‘Singapur’. Hechas las presentaciones no tiene el menor rubor en acercase con su extraño andar arqueado a una bolsa de El Corte Inglés donde se apilan tus bienes comestibles y meter la cabeza dentro. Observa, alza la cabeza y asiente curioso. Tú ríes. La cocina está tan bien que los gijoneses deciden aprovecharla, así que planifican un almuerzo en ella en el cual serán sometidos a un tercer grado por la doble pareja de Singapur. Amables, corteses, están a punto de agotar tres semanas en Islandia, país que juzgan maravilloso y muy caro. Volar a su patria son dieciséis horas, así que una vez puestos debe aprovecharse. Esa noche, la segunda, del piso superior vendrán los sonidos de unos extraños rezos machacones, reiterados, monocordes, durante largo rato. Imaginas a los cuatro arrodillados bajo la presidencia del señor de la coleta. No alcanzas a adivinar a quién invocan.

Pero el día tendrá muchas emociones, una vez más. Por la mañana tomas un barco para hacer una pequeña excursión por los islotes. Un objetivo es ver a los frailecillos, el simpático pájaro islandés con pico de loro. Ves cientos en cada peñasco. El otro es un arrastre por el fondo marino que saca a la cubierta del barco un pequeño botín compuesto en su mayoría de vieiras, pero también de buenos oricios, que dos currantes se afanan en preparar al pasaje para comerlos crudos. Te das un atracón en rigurosa pelea con un inglesito de polo verde. En pleno verano, los oricios tienen las gónadas finas, pero como siempre saben ricos, a mar, a fresco.

La tarde queda reservada para recorrer la península de Snaefellsnes al completo. Figura como una de las trece recomendaciones principales de Lonely Planet y no defrauda. Tras un paisaje volcánico junto al mar irrumpe el Kirkjufell, el pico más fotografiado de Islandia. En su singularidad, puede verse como una pirámide verdosa emergiendo sobre el mar o un decorado de serie de éxito. Un poco más adelante, te adentras en una gran zona volcánica. Enseguida aparece un pequeño cráter junto al mar que te anima a subir una oportuna escalinata metálica. Una vez arriba tienes a un lado el Atlántico. Y al otro, sobre las montañas, más allá de la carretera, un misterioso glaciar, el Snaefellsjökull. Por su cráter, se adentran los protagonistas de Julio Verne en su afamado ‘Viaje al centro de la Tierra’. De modo que Islandia no solo atesora un buen número de secuencias de ‘Juego de Tronos’. En el siglo XIX fue ya fuente de inspiración del gran escritor francés de novelas de aventuras.

En Budir, unos kilómetros adelante, ya por el sur de la península, procede pararse unos minutos ante una solitaria iglesia de madera pintada de negro. Mayor paz eterna no cabe, máxime al comprobar la amplia disponibilidad de plazas del camposanto anexo. Pues en Islandia no hay masificación ni siquiera en los cementerios pese al sangriento pasado vikingo.

Esa noche, antes de dormir, los de Singapur harán un nuevo tercer grado. Preguntan por los Sanfermines, que les parecen cosa de locos. Preguntan por los trabajos de los gijoneses. Cuando reciben las respuestas, asienten satisfechos, como quien está rellenando una encuesta como forma de trabajo. Aclaran eso sí que la cultura no les interesa. Eso de entrar a un museo, hacer una foto y marchar lo ven cosa de japoneses. Ellos disfrutan la naturaleza y una paz que parece acompañarles allá donde van. Al final, se retiran al piso de arriba para entonar sus plegarias.

Al día siguiente, pronto, tomarás el ferry, coche incluido, rumbo a los remotos, perdidos y espectaculares fiordos del Oeste. No sabes la que te espera.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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