QUINCE DÍAS EN ISLANDIA (5)
Los fiordos del Oeste serán una experiencia religiosa, agreste, impactante, inédita, absolutamente inolvidable. Nunca te sentirás tan lejos de todo, ni rodeado de tanta belleza. Si existieran cielo e infierno, bien podrían ser el cielo, aunque las brumas, el frío y la soledad que lo envuelve todo el miércoles 6 de julio de 2022 pueden hacer pensar que cielo e infierno conviven, o se disputan un reinado, en un paraje encantado. El inicio es inocente. No presagia lo que está por llegar. Tras salir en el Jimny del ferry pones rumbo a una playa anaranjada con buena pinta, Raudasandur. Primera pista del viaje. Diez kilómetros con sus vértigos, empinadas cuestas junto a precipicios, acaban por descender a ras de mar tras divisar desde arriba un playón inmenso anaranjado separado un tanto de tierra firme por franjas de marisma.
Nada más aparcar caminas por la arena hacia un mar que no se ve pues esta parece empinarse lo suficiente hacia arriba como para anularte la visión. Oyes el mar, pero no lo ves. Oyes el piar fuerte y agudo de un pájaro, pero tampoco lo ves. Cada piada se intensifica con cada pisada. Acabas por pensar que corretea por una galería subterránea bajo la arena tomándote el pelo. Pero no. Pico largo acaba apareciendo tras de ti. Queda el segundo misterio. Suena el mar cada vez más fuerte. Llevas caminando media hora. Pero no se ve. Venga, un poco más. Animas a la esposa. Otros han dado la vuelta. Tú porfías. Al final, tras una empalizada, irrumpen las olas animosas abriéndose el horizonte marino de este a oeste enmarcado por grandes montañas negras que se adentran hacia el océano a ambos lados. De vuelta al coche es hora de comer informal. Entonces empezará lo bueno.
Tras la hermosa playa gigante, de vuelta a la general, avistas la primera foca del viaje al cruzar un puente. Va nadando mientras asoma la cabeza. Te recreas un rato. Con los prismáticos divisas perfectamente su cara de Kojak. Le irían bien un sombrero y una pipa. Es simpática la foca. Subes luego un pequeño puerto espectacular, que te pone a la vista unos fiordos rodeados de montañas negras como el carbón. Allá bajas. Hacia Bildudalur. Luego orillas el fiordo y curiosamente cuando aparece un pequeño aeropuerto a tu izquierda, desde ese momento, la carretera pasa a ser una pista.
Sin saberlo te estás metiendo unos cien kilómetros por un camino de tierra, rumbo a Isafjordur, donde dormirás, que más bien parece un cuento de hadas. Sube y baja, perimetrando fiordos, con el firme pedregoso pero en buen estado. Las vistas, entre brumas, son de ensueño. El tráfico, un coche cada veinte minutos. De repente, tras unas curvas, irrumpe, cómo no, una nueva cascada, Dynjandi, no demasiado grande, pero preciosa. La pista, cerrada entre seis y ocho meses al año, acaba de repente para hacer el tramo final del viaje por una confortable carretera que te lleva a la ‘capital’ de los fiordos del Oeste: Isafjordur. Un bellísimo rincón, en forma de herradura que mira al interior de un fiordo y da la espalda al norte, más frío, por donde se sale lateralmente al mar abierto.
Isafjordur destila encanto por los cuatro costados. El hotel elegido, Horn, está francamente bien. Diseño nórdico. Aunque la esposa se pega un susto de muerte cuando comprobamos que el ascensor es en realidad un montacargas. Solo una plataforma desde la que ves el techo del edificio. Menos mal que es un tercero. ¿Y si se descontrola y sube hasta el tope? No hay peligro, pues tiene un suplemento metálico lateral que te protegería de morir aplastado.
Un paseo por el pueblo revela muchas cosas, muchos barrios ocultos con casas de colores cada cual con su encanto, algunas con un pequeño invernadero o varios minúsculos para cultivar, por ejemplo, plantas aromáticas. En verano recomiendan reservarlo todo, en especial las cenas. Y así el sitio con más encanto celebra una fiesta y el segundo está a tope. Toca ir al tercero. El pescado del día resulta ser una trucha asalmonada que sirven rebozada y frita con unas patatas cocidas y un poco de ensalada. No es muy fina la gastronomía, ni barata. Del mar, casi siempre bacalao y salmón. De tierra, cordero braseado. Y por delante sopas, muy sabrosas las de pescado y marisco.
En Isafjordur tienes la sensación de estar en el más allá, en el pico más esquinado de un país de por sí alejado de todo. El pico además que mira a Groenlandia. ¿Alguna conexión con Groenlandia? Pues sí. Una curiosísima. Pues en ocasiones sobre los icebergs que se desprenden de Groenlandia llegan a los fiordos del Oeste osos blancos, y hambrientos, a los que ha sorprendido un desprendimiento que los obligó a navegar a la deriva, como al Floki de la serie ‘Vikingos’. Llegan, pero no se asientan. Pues son tal peligro que, al parecer, no hay crónicas claras al respecto, son abatidos por el peligro que suponen. Pedigrí puro islandés solo lo tiene en tierra el zorro ártico. El resto (caballos, ovejas, renos, vacas…) todos han sido importados en algún momento.
No verás al zorro ártico. Te quedarás con las ganas de hacer una excursión desde Isafjordur un poco más al más allá. Hay barcos que doblan la equina final más al norte para llevarte hasta la reserva natural de Horntrandir, donde hay una estación privada de investigación del zorro ártico y unos monumentales acantilados a cuyas espaldas se despliegan como toboganes praderas verdes llenas de senderos. Has visto las fotos y quieres ir allí. Pero las excursiones son de día completo, requieren mucho caminar y el cilúrnigo no está recuperado de una maltrecha rodilla con el cruzado anterior roto. Es prudente abortar el intento. Quedarán por tanto el zorro y sus acantilados para mejor vez.
Marchar de Isafjordur duele al día siguiente. Debías haber reservado dos noches. Pero no hay tiempo para todo. En este pueblo con cine a la antigua usanza, muelle pesquero, barrios residenciales, campo de fútbol, supermercado y gasolinera a las afueras uno se quedaría semanas a ver la vida pasar. Pero Islandia es grande en atractivos y en los cinco primeros días has peinado solo su cara Oeste, la de Reikiavik. Quedan tres caras más.
Los fiordos del Oeste tampoco decepcionarán al abandonarlos por su carretera principal, sin pistas. Primero no puedes evitar un desvío para meterte caminando por un valle serpenteado por un río hasta llegar cómo no a una cascada. De repente, poco después, una señal de tráfico anuncia focas. Y ahí están. Varadas, durmientes, en un pedrero para disfrute de varios viajeros. Hay unas diez tiradas. De vez en cuando, una mueve la cabeza, otra frota las aletas, otra se recoloca. Y los prismáticos permiten captar los detalles al milímetro.
Camino del Norte, la distancia impone una escala intermedia en mitad de ninguna parte. Para llegar a Hvammstangui, donde tienes alquilada una simpática cabaña en mitad de un prado, aparecerán nuevas pistas costeras, vertiginosas, con pendientes inclinadas contra el mar entre inmensas praderas y continuos rebaños de ovejas. Unas comen tranquilas en la orilla de la pista a tu paso; otras salen zumbando. Sopla el viento rabioso. Llueve a ratos. Sale un poco el sol. Va quedando atrás la magia de los fiordos del Oeste. Pero, ¿y lo que tienes delante? Cada curva es una nueva sorpresa, un tono distinto frente a un mar en calma.