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Adrián Ausín

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Sapos del amor hermoso

Cuando el matrimonio estrenó su nueva casa, ella echó algo en falta: “Aquí no hay sapos”, le dijo a su marido. Tenían la casa de sus sueños. Un caserío vasco bien forrado de piedra y maderas nobles, una gran pradera alrededor y unos hijos ya criados que solo irían de visita, pese a lo cual reservaron una habitación para cada uno. Todo era perfecto, en un paraje relajado, campestre y, para más inri, a tiro de piedra de la gran ciudad. Pero no había sapos, advirtió. Llegado el verano, ella insistió. Mientras los hijos andaban a lo suyo, en el río, en el monte, en las fiestas, en la Montaña de Riaño, en León, ambos se dedicaron, por insistencia femenina, a cazar sapos. Eran ya más o menos sexagenarios. Pero eso daba exactamente igual. Llegada la tarde noche, al calor del asfalto, paraban el coche aquí y allá, salían a por sus presas y les lanzaban un trapo para atraparla sin remilgos.

Así fueron acumulando sapos en un bidón. Pero claro, el verano no había llegado a su término y los honorables batracios necesitaban comer mientras aguardaban su nuevo destino. Eran varias decenas, quizá sesenta y el matrimonio, aficionado al campo, pasó a ponerse como prioridad nuevos deberes: buscar alimento para sus singulares inquilinos. Entonces dio comienzo la segunda fase del operativo. De nuevo viajes en coche aquí y allá, pero esta vez no ceñidos al asfalto, sino con incursiones en amplias praderas donde fueron cazando insectos, en especial saltamontes. Con el tiempo descubrieron que el noble sapo leonés prefería el insecto vivo al muerto, acaso fuera un bocado más fresco. Así terminó aquel inolvidable verano.

La suelta del sapo en tierras vascas dio frutos y hoy, veinte años después de aquella peripecia repobladora, la instigadora de la idea, ya viuda, se solaza cuando contempla rondando su caserío un par de batracios en animada charla. Según recuerda satisfecha, sus labores son múltiples. La principal, degustar un centenar de insectos cada noche. O sea, frenan plagas, protegen huertas, como la suya, y reducen el número de picaduras de mosquitos al humano. Y además de todo eso, cantan. Su croar, llegadas las noches de verano, con una ventana abierta a los aromas del campo, puede resultar, sin duda, una música mucho más agradable que cualquier tostón que estén soltando por la televisión.

Cuenta ella risueña su peripecia con los sapos en una tarde que amenaza tormenta. Reinan en el ambiente unos extraños treitantantos grados tamizados por el velo de nubes amenazantes. Solo es cuestión de tiempo. Así será. Pasados unos minutos, cuando la historia de sus sapos importados de tierras leonesas impregna el ambiente, el cielo lanza estruendos amenazadores y unas primeras gotas hacen aparición. Son gruesas como corresponde a la tormenta, se reciben con gusto y su impacto con la tierra, e incluso con el asfalto que rodea el caserío, desprende ese inconfundible olor que condensa en un mismo aroma lo húmedo y lo seco. Un olor fugaz, pero penetrante y tremendamente bello en su singularidad, pues solo se produce en verano, solo tras períodos calientes a los que sigue, repentinamente, una descarga de agua celestial.

La historia de los sapos se entrelaza entonces con la del verano que entra en su prórroga. Nuestra protagonista se irá ahora a la Montaña de Riaño a pasar unos plácidos días. Pero lo hará sola. Sin ese hombre que fue su vida y que la llevaba en coche por las tardes a vivir aventuras campestres como si de dos adolescentes se tratara. Sus nietos tienen ahora esa edad y le pone nerviosa el trajín de nocturnidades veraniegas. Como no conduce, no podrá revivir historias pretéritas guardadas ahora como un tesoro en su interior.

Surge un asunto paralelo en la tertulia, con hijos y amigos de hijos. “Esto es como cuando Ana Obregón declaraba hace poco que le daba mucha rabia pensar que cuando vivía su hijo no sabía que era feliz”. El ciclo de la vida y de la muerte tienen sus servidumbres. En el primero, en el cual estamos, hay que exprimir no ya los días, sino las horas. Y si hay que salir a cazar sapos por la carretera, se sale. Y si hay que darles de comer, se les da. Y si hay que pintar un hermoso cuadro o restaurar un viejo bargueño o salir a la huerta a coger unos pimientos de Guernica, se sale, aunque los truenos presagien chaparrón. ¿Se puede ser feliz yendo, sexagenario, a cazar sapos? Por supuesto que sí. En ello está acaso la esencia de la vida. En la ilusión, en la aventura, en la diferencia, en el afán de beber la vida a buenos tragos.

Cuando luego, desde su ventana, nuestra intrépida cazadora escuche croar a su ejército de sapos en las noches de soledad a buen seguro esbozará una mueca tan alegre como nostálgica. Pues este placer, tan exótico como apegado a la tierra, no podrá ya ser compartido con quien ella quisiera.

 

(Para Ana, una ‘ama’ con mucho remango)

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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