Quizá debería decirse en realidad ‘El expaseante del Muro’. Pues José Díez Faixat (Gijón, 1952) dejó hace un tiempo de ir al Muro a diario a ese paseo que, durante 40 años, recorrió gozoso mañana y tarde. Su andar característico, su poblada barba, su callada entrañabilidad lo convirtieron por derecho propio, entre la marabunta de adictos al mismo lugar, en el paseante del Muro por excelencia, anónimo pero discretamente popular. Tres circunstancias alteraron su ritual al calor de la pandemia: la muerte de la madre, con la cual vivía, la mudanza de la plaza del Carmen unas calles más alejadas de la playa, pocas, y las goteras de la edad en forma de alguna dificultad soslayable para recorrer largos trechos. Así, de repente, José dejó el Muro, empezó a salir menos, volcándose aún más en su infatigable estudio sobre el hombre, la religión y el universo; y cuando se decide de forma excepcional lo hace hoy día por Poniente, donde su
meditación resulta más plácida. Quedó el Muro huérfano de su imbatible ‘recordman’ tras 150.000 kilómetros de sesuda reflexión durante cuatro décadas. Pero ganó Poniente, con cuentagotas, su filosófica presencia, ese contrapunto de la acelerada vida imperante que invita al hombra a trascender su entorno inmediato (el consumismo, las apariencias, las prisas) para sumergirse en el rico interior. «Hay una joya brutal en nosotros mismos y andamos buscando por ahí cosas que son calderilla», declaraba en 2008, en este periódico, tras publicar su segundo libro, ‘Siendo nada, soy todo’.
Arquitecto de formación, como su padre y su hermano Vicente, enseguida José tomó un rumbo diferente. Fue objetor, pasó seis meses encarcelado, vivió en comunas y, tras un corto periodo laboral, decidió que lo suyo era la meditación, enlazar el espíritu contemplativo oriental con los descubrimientos del occidente para proponer al hombre alcanzar la felicidad fundiéndose con el universo que le rodea. Quien guste leerlo, abunda en ello en su blog ‘Beyond Darwin’. Quien viva sumido en el frenesí, tiene en José Díez Faixat un necesario contrapunto, un ermitaño urbano, como le gusta definirse, que vive feliz en su ciudad sumido en sus pensamientos. Sin salir de ella ha dado varias vueltas al mundo. Y la experiencia, a tenor de lo escrito, ha sido fascinante.