El valle de los animales (III) | Campo y playu - Blogs elcomercio.es >

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Adrián Ausín

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El valle de los animales (III)

Aquella tarde alcancé un nuevo valle muy diferente al primero. Era pequeño, rodeado de montaña y con un pequeño riachuelo. Enfrente había otro monte superpuesto sobre el que circunvalaba todo mi campo visual y a un lado de éste, un montículo y una pequeña cabaña de pastores. Decidí hacer noche allí. Había atravesado un bosque de hayas, en una zona osera, donde podía coger toda la madera que quisiese para hacer fuego. Desandé mis pasos, até todo lo que entró en una lazada y lo arrastré hasta la cabaña. La puerta tenía un mojón delante para protegerla de la embestida de cualquier animal. Al asomarme al valle había divisado seis venados a media ladera. Siguieron su rumbo sin apenas mirarme. Dentro, había una litera de cemento, una chimenea y una estantería con tres botellas de vino. Dos estaban vacías y a la tercera le quedaba una cuarta. Una caja de cerillas, un mechero y un recipiente de plástico con una pastilla de jabón usada completaban el ajuar. A un lado de la chimenea encontré también un taburete y en el alféizar de la pequeña ventana, un plato, un cuchillo y un tenedor. Todo tenía un sentido práctico, como los cuatro maderos y las escobas protegidos de la lluvia en un rincón del habitáculo.

Al anochecer, encendí el fuego, ensarté dos longanizas en sendos palos y las coloqué a una altura suficiente como para que se hicieran sin quemarse. Con un poco de pan duro y un trago de vino me di por cenado. Salí afuera a otear la noche. Había Luna Llena y algunos árboles incluso daban sombra. La temperatura rondaba los 14 grados, pero enseguida bajaría mucho más. De repente, por el lecho del valle, pasó corriendo una sombra. Un zorro tal vez. Luego escuché un quejido breve, lastimero, imprevisto; quizá una jineta o una comadreja sorprendida por el raposo. Para la víctima, todo había acabado aquella noche luminosa; para el verdugo había alimento suficiente para vivir un día más. Yo no era más que un intruso inmerso en el reino animal, un intruso que podía alcanzar la supervivencia determinado número de días o sucumbir en el momento menos previsto. Todo dependía del camino que tú tomaras y el que tomaran los depredadores, de la coincidencia de unos y otros, del hambre y las fuerzas de cada cual; de la suerte también.

En esas condiciones, en aquella noche, el mero hecho de respirar se convertía en una fuente de placer, de relax absoluto. Aspirar el aire puro por la nariz, las fragancias de la hierba, del tomillo y del brezo; y sacarlo lentamente por la boca suponía alcanzar un pequeño éxtasis. Lejos de la civilización, todos los órganos del cuerpo funcionaban de una manera natural, menos forzada. La mente iba de acá para allá, con el circuito nervioso aún alterado por el pasado reciente, pero adentrado ya en una fase de enfriamiento progresivo. El silencio era total, apenas quebrado por el canto de los grillos o el aletear de los murciélagos. Nada más. Serían las diez cuando me retiré a dormir. ¿Me atacaría de nuevo el rinoceronte? ¿Soñaría nuevos peligros? Extendí el saco de dormir tras colocar unas escobas a modo de colchón, me metí dentro y miré fijamente al fuego, que aún crepitaba. Aquella luz amarilla y azulada me fue transportando, poco a poco, a lugares totalmente desconocidos hasta entonces.

Temas

Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


agosto 2011
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