Cuando mi abuela vivía sus últimos días, sin movilidad y con una gran sordera, pero muy acompañada, le traje de un maravilloso viaje a Kenia un pequeño regalo: un pájaro de madera. En realidad, compré un montón, porque me parecieron guapísimos. Uno se lo di a ella. Llegué a su casa y se lo coloqué en la mesa camilla que tenía siempre ante sí. Ella lo cogió con rapidez, le dio un beso y dijo: “Este me va a acompañar a mí todos los días”. Así fue. Cada vez que la visitabas, siempre había una merienda en ciernes, olor a café, algún pastel, varios familiares y allegados; y ahí estaba el pájaro. El pájaro de madera acompañó a mi abuela hasta el final. No dijo ni pío, pero allí estaba, con su alegre estampa, su pico largo y unos colores africanos que infundían optimismo.
Yo también tengo mi pájaro de madera. Está en la redacción del periódico, sobre la pantalla del ordenador, haciendo equilibrios ayudado por un pegote de plastilina azul, donde ancla una pata. Por más que estoy rodeado de estupendas personas, el muchacho del pico cumple su función. No pide nada, no come, no caga, no protesta, no envejece, no llora. Está a las duras y a las maduras, imperturbable ante tus tormentas internas. Acabas por concluir que el pájaro, salvo robo, incendio o accidente, ha de tener por fuerza una esperanza de vida mucho más larga que la tuya e incluso, con el paso de los lustros, acabará por hacer compañía a otro con esa cara de no haber roto un plato. Él apenas notará el cambio. Seguirá haciendo equilibrios sobre un ordenador, o pasará a hacer una vida más sedentaria en una estantería, junto a objetos dispares. Pero no nos pongamos trágicos. De momento, el paxarín es mío y su música silenciosa la recibo a diario como un tesoro africano.