Espero dar una clase magistral en breve. Pero hasta la fecha, mi relación con los kiwis ha sido infructuosa. Tengo una parra desde hace ocho años. Tras tres o cuatro viendo cómo salían unas preciosas bolitas en verano y cómo caían al suelo después, supe la verdad: tenía cuatro plantas hembra y faltaba el macho que les diera vidilla. Vamos, como un harén, sólo que en versión vegetal. Compré el macho y lo planté. Creció, floreció y el viento y las abejas hicieron el resto. Ese año, estamos ya en 2009, la parra alumbró unos ochenta kiwis. Pequeñinos, regordetos, pero kiwis. Primera cosecha.
Sin embargo, el macho secó. Agotao debió de quedar de su primera camada. Compré otro, lo dejé unos días en la maceta y, error, también secó. Compré el tercer macho, lo planté el pasado verano y lo cuidé como a un hijo: riegos, hojas podres, hierba seca, ganchos… El chiquillo creció como un torpedo e incluso floreció. Pero: o era ya tarde o se llevó todo un vendaval. El caso es que el pasado noviembre recogí mi segunda cosecha: dos kiwis. Uno para mi mujer; otro para mí. Dos canicas. ¿Para qué más?
Ahora quiero prepararme para la tercera cosecha con un consejero de lujo: el dueño de un vivero, un señor mayor que me recuerda a Spencer Tracy (Pedro Curto se llama). Él tiene cada año unos kiwis como melones: grandes y sabrosos. Y hace meses se ofreció a guardarme unos esquejes de su parra, cuando hiciera la poda de invierno. La cuestión es injertarlos en mi parra y lograr sus kiwis en mi prau. Esta mañana me dio un curso acelerado para realizar la empresa con éxito. Me puse manos a la obra. Los dos primeros injertos, dos cortes, uno en cada dedo. Luego ya la cosa fue mejor. Hice una docena. Ahora, falta esperar que el macho se porte (si falla el tercero, me planto a mí mismo) y recoger allá por octubre kiwis como melones.
A la salud del señor Curto!