En el Canal Viajar, lo mejor de la televisión, irrumpe el Machu Picchu en una vista aérea rodeado de neblinas. El santuario inca, encrespado a 2.340 metros, es uno de los lugares más enigmáticos de la Tierra. Cuesta creer que la que fuera residencia de descanso del primer emperador inca, Pachacutec, allá por el siglo XV, acabase cubierta por la maleza y el olvido hasta que un día, un americano, Hiram Bingham, la recuperase para la Humanidad allá por 1911. Viendo en la tele las ruinas de esta maravilla, ubicada en lo que se dio a llamar Vilcabamba, viajo en el tiempo hasta febrero de 2000, cuando la pude pisar al tercer día de una larga caminata por la cordillera andina. Comencé por tomar un tren en Cuzco, otra maravilla, tras varios días de aclimatación a las alturas. Nos bajamos tres: un amigo, un guía y yo, en la parada situada a tres días de marcha. Allí había un puesto policial y debías pagar peaje por salir a campo abierto. Varios dólares por cabeza. Había que rellenar un listado: nombre, apellidos, edad y profesión. Yo cometí la estupidez de poner ‘domador’ en el último apartado. Y mi colega añadió en el renglón siguiente: ‘de leones’. Al poli le dio por leerlo y se lo tomó como una ofensa. Se dirigió a mi amigo y le preguntó con tono cabreado: ‘¿Es usted domador de leones?’. Él apostó por la huida hacia adelante: ‘Sí, soy domador, ¿hay algún problema?’, aseveró con gesto más serio que el poli, incluso con una vena hinchada en su frente. Se iniciaron unos angustiosos momentos de tensión. Ninguno hablaba. Sólo se miraban, mientras yo pensaba: ‘A que no vemos el Machu Picchu…’. Al final apostilló: ‘Pasen’.
Pasado el mal trago, comenzamos a caminar. Llevábamos mochilas como camiones con tienda, sacos, comida, campingas, ropa. Tras pasar unas aldeas iniciamos una subida terrorífica: un millón de escaleras con una pendiente de vértigo y un peso a la espalda de unos 15 kilos cada uno. Excesivo. A esa altitud, el corazón te iba además como un torpedo. Paramos a una buena altura, pusimos la tienda, cenamos pasta y dormimos los tres como lirones. Al guía no parecía que le cayésemos muy bien. Debía ver en nosotros la sombra de Pizarro y claro, por muchas atenciones que le dedicásemos, la cosa no fraguaba. Él iba a lo suyo y hablaba lo justo.
La segunda jornada fue espectacular. Acabamos la ascensión, si no recuerdo mal, hasta los 4.200 metros, y comenzamos a crestear. Las vistas eran brutales a ambos lados, atravesando ruinas incas de gran belleza. Cada poco nos caía un diluvio, lo que nos obligaba a ponernos unos grandes ponchos alquilados. Así acabamos llegando a un inmenso campamento tras una larguísima jornada. Pusimos la tienda y yo me fui solo por un sendero siguiendo el sonido de una catarata. Cuando di con ella, me desnudé y creí morir de placer, en pelota picada, bajo aquella lluvia cristalina. Al tercer día, en apenas dos o tres horas, tras una curva, divisamos Machu Picchu. Llovía y las ruinas incas estaban exultantes. Te sentías Indiana Jones. Sólo que aquello era real. El santuario, encaramado entre dos montañas, Machu Picchu y Huayna Picchu, está incluinado sobre dos valles e integrado mágicamente con la naturaleza que lo rodea. Lo recorrimos de mil maneras, lo fotografiamos por todos sus rincones y, aturdidos por las imágenes, bajamos a Aguas Calientes, el pueblo situado a las faldas de la montaña, desde donde luego partiríamos en tren de nuevo a Cuzco. La última imagen de aquel viaje al corazón de los Andes fue el baño termal que nos dimos en Aguas Calientes, a cielo abierto, en unas piscinas con masajeante suelo de piedras y el ‘Clandestino’ de Manu Chao sonando a todo volumen. Teníamos el cuerpo destrozado, pero el espíritu sobrevolaba los cielos del Perú.