Vas al teatro, asistes educadamente a la representación y al terminar muestras tu cabreo por el bodrio que acabas de ver lanzando varios tomates a los actores. Esta catarsis del sufrido espectador es posible en Madrid, donde la tormenta de ideas para buscar eso que llamamos ‘nuevos yacimientos de empleo’ se sitúa a años luz de nuestra Asturias subsidiada. Los actores, evidentemente, no son tales; vamos, que no son vacas sagradas, sino más bien estudiantes de Arte Dramático y, para garantizar el éxito de la fórmula, al parecer, ya no representan nunca ninguna obra de interés. Salen, hacen un poco el pijo y se preparan para recibir la reprimenda. Quienes pagan llevan ya la predisposición de silbar, por lo que una buena representación defraudaría a la parroquia. O sea que uno saca la entrada, recoge sus tomates y entra con el pecho hinchado presto a practicar el noble deporte de lanzamiento de hortaliza al escenario.
El único problema de esta original idea, vista desde provincias, es el precio. Tal ha sido el éxito que los organizadores se han subido a la parra: 16 euros por barba. Parece una cantidad módica para ir al teatro, pero no tanto para vivir una catarsis a base de tomatazos. Si vemos el plan por parejas, de los 32 euros del teatro madrileño podríamos bajar a 2 en Gijón. Vamos el lunes al Alimerka, compramos dos kilos a euro y hacemos una ‘kedada’ por la red. Una última reflexión dedicada al sufridor tomate: tres meses creciendo en un invernadero, siendo objeto de atenciones, recolección, transporte, venta al supermercado y adquisición por el consumidor para acabar apilado en un teatro y haciendo un viaje meteórico por el aire hasta impactar en la cara de un imberbe actor. Qué desperdicio de vida. Al menos, que hagan luego una salsa.
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