En aquellas tres aulas de un entresuelo, en la calle Padilla, pasó mi primera infancia. El Eliska era un colegio familiar, donde se impartía párvulos (una clase), primero y segundo de EGB (otra) y tercero, cuarto y quinto (otra). Yo fui hasta cuarto, antes de llegar al Codema. El recuerdo más viejo se enmarca en la clase de párvulos, la del fondo de aquel piso, con una gran cristalera que daba a un patio interior de negras paredes. O sea, a los 3 ó 4 años. O sea, a 1970 ó 1971. Sólo consigo rescatar dos escenas y ambas son escatológicas. La primera, levantar la mano y decir a doña Gloria: ‘Señorita, ¿puedo ir al servicio?’. Salías, te asomabas al hall vacío y accedías al baño de chicos. Era como una pequeña travesura salir de clase mientras los demás seguían atendiendo a la seño, así que pedías ir al servicio incluso aunque tuvieras poca gana. Pero tengo otro recuerdo anterior, seguro que muy cercano a mi llegada al colegio. A media mañana, literalmente, me cagué. Sin saber muy bien por qué, di rienda suelta a lo que pedía mi cuerpo y pasé una o dos horas sentado con aquel incómodo morzón de cuerpo presente en mi calzoncillo. Al llegar a casa mi madre me riñó. Ya no tenía edad de cagarme.
Al pasar a la clase de primero y segundo ya teníamos una ventana a la calle Padilla. Doña Elena, la directora, decía que nos quería mucho, a mí y a mis hermanos, pero eso no le impedía de cuando en vez darnos unos generosos tortazos a mano abierta. Luego, cuando era su santo, creo recordar que había una pequeña celebración en el colegio y mis padres le llevaban un regalo. Eran típicas de aquélla las familias de animales en versión cerámica. Doña Elena iba abriendo pequeños paquetes con aquellos animalillos, repitiendo a mis padres cuánto nos quería, mientras yo pensaba por lo bajini en sus tortazos a mano abierta. “No nos debe de querer tanto”, reflexionaba.
La clase de tercero, cuarto y quinto era la torre de babel. Tres cursos en uno; todo ello en manos de Doña Aurora, quien se pasaba las mañanas con la misma cantinela (cá-yen-se mu-cha-chos) para poner un poco de orden. En aquel caos, había dos hermanos en progresiva ceguera, con varios años más que los demás, que acumulaban un notable retraso. Y otro, también retrasado, que nos sacaba varias cabezas a los demás, empeñado muchos días en “darle un beso a la señorita por lo guapa que está”. La Aurora lo lidiaba como podía y el pobre muchacho acabó en el Sanatorio Marítimo. ¿Cómo podía dar clase aquella profesora a tres cursos a la vez? Ni idea. ¿Cómo podía dar ella sola todas las asignaturas? Menos idea todavía. Hoy día, aquella casa, a mitad de la calle Padilla, ha sido reformada por completo. Donde estaba el Eliska habrá quizás un matrimonio viendo la tele ajeno a lo que allí se coció. El colegio familiar se mudó a Periodista Adeflor y acabó cerrando. Mis recuerdos y los de ese puñado de gijoneses que pasamos por aquellas aulas no lo harán jamás.