En 9 horas y 35 minutos, recorres España en tren desde Gijón hasta Alicante. Ves por la ventanilla paisaje asturiano, leonés, castellano, la sierra de Madrid, la belleza de Cuenca al fondo de un valle y el denostado Albacete (caga y vete) hasta parar en eso que también llaman Alacant. En tren no hay atascos, lees a gusto, ves una película y tomas un café de pie, apoyado en la barra de la cafetería sin darte un pijo de importancia, mientras ves pasar España por la cristalera y la señal electrónica marca 249 kilómetros por hora; la velocidad máxima antes y después de Madrid. Cierto es que pierdes el día y que el billete no es barato, pero la placidez de ir en tren ofrece muchas ventajas. Si además tienes la buena idea de apagar el móvil para no decir estupicedes como “ya estoy llegando” o abrasar al vagón con tu vida personal (a punto estuve de lanzarme a la yugular de una imbécil con un timbre de voz infumable) pues el viaje te deja un buen sabor de boca.
Acabo de volver de cinco días alicantinos; o mejor dicho sanjuaninos. En esta época del año, la playa de San Juan está desierta y el Mare Nostrum, como un plato; mucho mejor que en verano. Con esa calma chicha se imponía la ruta a pie; desde el inicio de San Juan hasta el final de El Campello, unos ocho kilómetros; con destino final a un arroz a banda en una terraza, al aire libre, en pleno diciembre. La primera marcha por la arena se produjo el día de más calor. Así que primero quité el gersey, luego el polo, luego la camiseta y finalmente el pantalón corto para tirarme al mar en calzoncillos, porque ya no podía más. Así que mientras en Gijón había galerna en Alicante yo me daba un chapuzón en gayumbos. Qué grande es España, pardiez. Tras el baño, la comida sabía a gloria: una ensalada, un arroz y una caña en buena compañía.
Además de esas sensaciones repetidas los tres días, recordaré este viaje a Alicante por la cena en el Max, el clásico restaurante de barra alicantino donde todo está bueno, una excelente película en el cine de la que hablaré mañana, un paseo por la zona antigua, siempre animada, un nuevo encuentro con el buen amigo Javier de Burgos; descendiente del político español que dividió España en provincias allá por el siglo XIX, unas sabias explicaciones de las sobrinas sobre las prestaciones de la tablet que compré recientemente (entre otras, grabarlas tocando la guitarra eléctrica y el chelo, todo un concierto) y tres buenos descubrimientos en la televisión y en youtube propiciados por mi bigbroder: la canción ‘Que levante el dedo’ de Peret, la película ‘Copiando a Beethoven’ y el programa catalán ‘Crackovia’ sobre los futbolistas del Madrid y el Barça, con el que nos estuvimos partiendo el culo hasta entrada la madrugada. Cinco días en Alicante en familia son un balneario, una isla, un paréntesis de lo más digestivo. Pero el tren ha vuelto y ahora tengo que levantarme…