Mis visitas a Cráneo, durante varios años, tuvieron un atractivo adicional: tenía en casa una serpiente pitón. Estaba en la clásica urna de cristal en el salón, siempre adormecida. Coincidía que cuando viajaba a Bilbao, a la casa de Cráneo, situada en una montaña sobre la ciudad, la pitón hacía pocos días que se había comido un ratón o un hamster. Eso la sumía en una plácida dormidera que llegaba a confundirla con la propia muerte. Ni cambiaba de posición durante horas ni se inmutaba si abrías la urna para pasarle la mano por el lomo. Un tacto áspero y relajante. A Cráneo siempre le gustaron los animales. En su casa nunca faltaron un par de tortugas, un pajarraco en fase de curación, un burro o varios caballos, amén de unos cuatro o cinco perros. Pero claro la pitón era la estrella, pese a no hincarla más que una vez cada tres semanas, cuando recibía un roedor en su urna de cristal, se tensionaba y lo deglutía sin piedad. Si había comido hace por ejemplo una semana bien podías tirarle otro ratón que no le hacía ni caso. Esto lo vi con mis propios ojos.
Cuando llamaba por teléfono a Cráneo le preguntaba por su familia, y por la pitón. ¿Qué tal te come? ¿Está estresada? Cosas así. Ocurrió un buen día que mi pregunta tuvo una respuesta definitiva: “Murió”. Nada sabía Cráneo acerca del motivo, ni se le veía especialmente afectado. ¿Y qué hiciste con ella?, me interesé. La réplica me tuvo riendo semanas. Una vez comprobada la defunción de la serpiente, de algo más de un metro, Cráneo salió a la terraza de su habitación, tomó impulso y la lanzó al aire. La pitón voló digamos veinte o treinta metros y acabó por caer a una zona de monte público. A la hilaridad de tan solemne funeral le siguió la fábula sobre lo que podría ocurrir si un buen vasco topaba con ella en su paseo y, tras pegarse un susto de muerte, daba cuenta a la Ertzantza. La controversia estaría servida. “Pitones en Bilbao”, imaginaba yo en los periódicos. Mi amigo no se inmutó cuando le quise hacer ver la dimensión que podía tomar el asunto, las alarmantes consecuencias de su indigno entierro. Él sólo reía. A fin de cuentas, hacer un viaje aerostático antes de confundirte con la tierra para siempre puede ser, bien mirado, la mejor manera de despedirse de este mundo.