Hace una semana, cuano le visité por última vez, me dijo: “¿Sabes que me voy a morir esta noche?”. Y añadió: “Bueno, esta noche o quizás mañana”. Yo le quité hierro a la afirmación. Estaba en la Enfermería de la Residencia Mixta de Pumarín, convaleciente de una caída que le llevó unos días al hospital de Cabueñes y de ahí a un reposo de un par de semanas en espera de ver si podría levantarse de nuevo. Pero él tiró la toalla. Había perdido mucha vista. Ya no podía leer ‘El país’; ni de momento caminar. Así que, sin aguardar una evolución positiva, renunció a todo. Aquel día le abrí un poco la ventana y recibió la brisa fría de febrero con agrado. Luego la cerré y le di de comer. La enfermería de la residencia era un lugar absolutamente plácido, amplio, limpio. Tal parecía un lugar de amable tránsito de la planta cuarta a la octava, donde tenía la habitación. Pero no fue así.
Justo una semana después de aquella visita, en la mañana del martes, cuando acababa de embotellar la sidra, recibí la llamada: “Murió Jano”. Jano, el último Sopeña de su generación, encerraba en su soltería una personalidad singular. Era gran aficionado a la lectura, al periódico diario, a la música, al cine y al ajedrez; y muy poco aficionado a que le dieran la tabarra. Quería estar en su mundo, en aquel piso balneario de Sotrondio donde vivió hasta 2011, cuando vino a Gijón a una residencia. Sus modales eran elegantes, distinguidos; su hablar, pausado; y su rostro, la viva imagen de mi abuela. A sus 93 años, aún podías entresacarle historias de la División Azul, a la que se enroló con el exclusivo ánimo de viajar y donde, asegura, no pegó un solo tiro. A la vuelta tuvo una imprenta, se convirtió en silencioso afín al socialismo y, cuando venía a Gijón, aficionó a sus sobrinos nietos en las artes del ajedrez, en las monedas antiguas, en la lectura. En estos últimos meses de su vida traté de devolverle parte de todo aquello visitándolo en la residencia, llevándolo a mi casa a comer, sacándolo un día al Muro de San Lorenzo para que respirase el ozono de la bahía. No tomaba una sola pastilla, así que en mi mente había Jano para rato. Sin embargo, él manifestó muchas veces su renuncia a vivir en precario. Y su organismo supo escucharlo.
Cuando recibí la llamada en Arroes justo acababa de embotellar la sidra (73 vidrios) mientras miraba de reojo esa pequeña jaula cazaratones en la que había caído una nueva víctima. El roedor, un ratón de campo pequeño e impoluto, daba vueltas dentro y me miraba nervioso, mientras movía el hocico recorriendo las cuadrículas de su prisión, a ver si podía salir por alguna. Yo estaba decidido a cargármelo, pero había retrasado demasiado la tarea. Al enterarme de la muerte de Jano ya no pude. Miré para el ratón y le dije: “Chico, has tenido suerte”. Jano se había vuelto providencial para aquel pequeño roedor. En su muerte, le había salvado la vida. Así que cogí la jaula y caminé diez minutos, hasta llegar a una gran pradera de pasto dividida por una muria. Abrí la portilla y el ratón de campo se perdió inmediatamente entre las piedras, sin mirar atrás. Hoy me toca enterrar la urna con las cenizas del tioabuelo. Dudo entre un bonito acebo que tengo en un rincón o la muria, donde podrá encontrarse con el amigo al que salvó la vida. Lo pensaré por el camino.