Esto ocurrió en Granada allá por 1991. Yo hacía prácticas en el periódico de allá, el Ideal, adonde habían ido unos meses atrás dos compañeros de clase. Uno de ellos, gran aficionado a pedir favores a todo el mundo, nos llegó a los otros dos con una embajada cojonuda una noche. Resultó que el día antes, al llegar al garaje de su casa, dejó el coche en una plaza que no era la suya por motivos que no recuerdo. A la mañana siguiente, el dueño de la plaza, cabreado y vengativo, le había atravesado el coche frente al suyo para que no pudiera sacarlo. La situación estaba enquistada y el colega nos pidió ayuda para, entre todos, ir moviéndole el vehículo al propietario de la plaza hasta tener ángulo suficiente para huir de aquel infierno. A ello fuimos algo así como a las once de la noche, tras salir de trabajar. Un dos, arriba. Un dos, arriba. Con cierto esfuerzo, logramos separarlo lo suficiente, él sacó su coche y, entre risas nerviosas, nos fuimos al ascensor de aquella urbanización. Algo de tiempo debimos de peder por el camino porque cuando abrimos la puerta del ascensor en el cuarto piso, el vecino del tercero, que era el del incidente, había tenido tiempo suficiente de ver nuestra jugada en el garaje, subir corriendo por la escalera y esperarnos en el descansillo fuera de sí.
Era un hombre de mediana edad, con gafitas y ojos muy pequeños, trabaduco, más bien bajo. Así que abrimos la puerta del ascensor y nos pegamos un susto de muerte. Ahí estaba él, con la respiración jadeante por la carrera que se había pegado y unas grandes ganas de dar de hostias a tres jóvenes de 24 años. Un poco osada su intención, pero le jugó a favor nuestra ‘buena educación’. Abrimos la puerta del ascensor y mientras gritaba “¡Me movisteis el coche!” el buen hombre le solmenó un puñetazo al colega que nos había metido en el lío, éste lo esquivó como pudo pero el golpe le llegó a dar en el pecho, a lo que reaccionó con un grito de dolor de lo más cursi. El otro colega recibió el segundo golpe lateralmente y yo, solo un empujón colateral. En medio del guirigay, alguien abrió la puerta de casa, nos metimos los tres y cerramos. Parapetados, soprendidos, sin habérsenos pasado por la cabeza golpear a un paisano que veíamos mayor, o sea repeler su ataque, cogimos aire, mientras el interfecto del conflicto le gritaba desde casa que le iba a denunciar por agresión.
Ahí comenzó la segunda parte del incidente. El amigo pesao se empeñó en ir a Urgencias para recibir un parte de agresión. Allá tuvimos que ir para que callase sin que tuviera más marca que un minúsculo moratón en el pecho. Luego quiso poner una denuncia y allí tuvimos que acompañarle. La secretaria del juzgado que tomaba la declaración preguntó, como es propio de estos casos, cómo era el agresor. Todos explicamos que tenía los ojos pequeños, rasgados, como si fuese oriental, aunque era simplemente granadino. Cuando la escribana nos entregó la denuncia para firmarla y la leímos, ésta había hecho una redacción de esas propias de ámbitos judiciales y policiacos en las que una frase se suma a la siguiente con un gerundio (siendo… estando…) y cada dos o tres líneas aludía al agresor como ‘el señor oriental’. Entonces el señor oriental les esperó en el descansillo. Entonces el señor oriental les agredió con los puños. Etc. Etc. Aquella denuncia que protagonizaba el señor oriental frente a tres periodistillas de tres al cuarto nos arrancó lagrimones de risa durante días. Todos olvidamos aquello, salvo el pesado que lo provocó. Un buen día, meses después, me enteré del desenlace del incidente del garaje. No sólo habían hecho las paces, sino que el señor oriental le había regalado dos botellas de vino. ¿Con lagarto dentro?