Aquella tarde me puse a hacer dedo en Riaño. Era domingo. Agosto. Había suspendido cuatro y tenía que estar de regreso en Gijón por la noche para no faltar a la academia de la Plazuela que me tenía esclavizado de lunes a viernes. El caso es que puse el dedo en alto frente a la gasolinera de Riaño con la esperanza de llegar a destino en cuatro o cinco trayectos. Nunca iba de tirón. Me paraba uno que iba al pueblo de al lado, luego otro que subía hasta Tarna, más tarde bajaba el puerto en un tercer coche y acababa llegando a Gijón en el cuarto vehículo cinco o seis horas después. Aquella aventura semanal amenazaba con repetirse una vez más aquel día de finales de agosto. Estaba nublado. Amenazaba con caer un chaparrón de un momento a otro, así que era especialmente conveniente que parase alguien. Con 15 años, no parecía yo un delincuente ni mucho menos, así que, a falta de línea directa de bus entre Riaño y Gijón, recurría regularmente a ese ‘hacer dedo’ que hoy parece haber pasado a la historia.
Entonces paró un coche. Baja la ventanilla un tío con pinta de enrollao y me pregunta a dónde voy. A Gijón. Sube. ¿Vas a Gijón? Sí. Me había tocado la lotería: ¡viaje directo! El enrrollao me pregunta si conozco el camino, le respondo que sí y asiente satisfecho. Asumo entonces la responsabilidad de guiarlo hasta la puerta del Hotel Hernán Cortés, donde prevé alojarse. Procede de Madrid y, por circunstancias que no recuerdo, ha tomado ese desvío para ir a Asturias. Al cabo de unos minutos enciende un porro y me ofrece uno. Tiene una cajetilla llena de canutos de fabricación casera. O sea que conductor y artesano previsor, pienso. Rehúso el ofrecimiento. Cuando circulamos por el valle de Lario, apenas diez minutos después de subirme al coche, el tío pone un cassette de Miguel Ríos, que acaba de sacar ‘El rock de una noche de verano’, un éxito total tras el de ‘Rock and Ríos’. El granaíno es la sensación del momento. De hecho, dos días después tocará en Gijón. ¿Te gusta Miguel Ríos?, me pregunta. Yo suelto una extraña respuesta: Él es un poco payaso, pero las canciones me encantan. El tío guarda silencio. Pasan apenas dos minutos cuando se pone a llover alegremente. Entonces comento que igual tienen que suspender el concierto si el tiempo se tuerce. Y recibo una respuesta que me hace tragarme mis anteriores palabras (las del payaso): “Sí, igual TENEMOS que suspenderlo”. ¿Y eso? “Soy el que lleva el sonido”, me revela. Glup. Glup. Glup. Hubiera querido borrar lo de payaso, pero evidentemente era tarde. Mejor dejarlo correr.
El viaje resultó agradable. Hablamos mucho de música, de Gijón, de Riaño… Hasta que aparcamos ante el Hernán Cortés. El tío estaba agradecido por haber tenido guía hasta el hotel y yo, mucho más, por haber llegado tan rápido. El caso es que me ofreció una entrada para el concierto. No pensaba ir, pues costaba 700 pesetas (un dineral de aquélla) y tenía que estudiar. Dije que sí, que gracias. Él buscó al clásico organizategui de la gira para pedírsela, pero no estaba en el hotel. Entonces se comprometió a dejarme un sobre a mi nombre en recepción al día siguiente. Tras las cuatro horas de academia, aquel lunes entré al Hernán Cortés con dos amigos de clase, pregunté con poca esperanza si había algo para Adrián y me entregaron un sobre con la entrada. Guay. Aquel concierto de Miguel Ríos en El Molinón fue brutal. El campo lleno a reventar, los brazos en alto, el sonido rotundo. Nunca olvidaré ‘Banzai’, con a aquella introducción de Salvador (guitarra eléctrica) que dio pie a mi canción favorita. Me quedó la sensación de haber sido cogido por un vendaval de música, azotado y soltado aturdido por aquel maravilloso concierto, lleno de energía y de buena música. Fue sin duda el gran momento de toda la carrera de Miguel Ríos. No dudé en comprar el disco. Miguel Ríos dejó de ser ‘un payaso’ para mí gracias a aquel conductor anónimo con una cajetilla repleta de porros. Y hoy día sigo poniendo el ‘Rock and Ríos’ a todo volumen, con las ventanas de casa abiertas, cuando quiero inyectarme en vena música española de la buena.