Me cuenta Cráneo, vía mail, que acaba de estar jodidísimo durante tres semanas por una tendinitis en un pie. Yo le replico que quizá haya sido debida al prominente peso del miembro vasco. Quizás lo haya llevado unos días escorado y el sobrepeso haya derivado en esta dolencia. Mi valoración médica aún no ha recibido réplica. Sin embargo, estoy seguro, por la amistad que nos une, de que la habrá analizado; e incluso quizá haya hecho ya las pertinentes mediciones para poner remedio al presunto desequilibrio. Así suele ser nuestra relación postal. Hablamos de vanalidades, de egagrópilas, de osos, de chistes. Cultivamos un largo anecdotario de situaciones absurdas. Y nos vemos poco, apenas dos o tres veces al año.
Con Cráneo he reído hasta llorar varias miles de veces, casi siempre con el absurdo como hilo conductor de nuestras andanzas. Me gustaría recordar en este momento aquella delirante noche allá por 1987 en la que salíamos por Pozas con un amplio grupo de colegas. Alguien propuso de repente ir a tomar la siguiente a la Palanca, barrio cutre y putero de Bilbao, situado a la espalda del casco viejo. El espectáculo era de lo más sórdido. Allí entablamos conversación con el clásico macarrilla de la época, asaltante de colegiales, que trató de vendernos hachís. La cosa se prolongó un poco y nos despedimos amistosamente del jichillo. De vuelta a Pozas, al salir de un bar, uno de los participantes en aquella noche surrealista afanó sobre la marcha un cacho de chorizo próximo a la barra. Habíamos bebido bastante y aquel preciado embutido, media barra gruesa, se nos presentó como todo un manjar pese a haber sido adquirido por medios tan poco lícitos. Entonces, por esas casualidades que pasan más en la realidad que en la ficción, pasó delante de nosotros “el yonqui de la Palanca”, como le llamó imperativamente el autor del robo. El tío se dio media vuelta y el amigo de Cráneo le preguntó si tenía una navaja para ayudarnos a cortar la pieza. Se quedó perplejo -todo mi caché de jicho por los suelos, debió de pensar-, pero el caso es que decidió colaborar al verse en franca minoría. Metió la mano al bolsillo y desplegó una pequeña navaja, demasiado pequeña para la tarea charcutera en ciernes y para su presunto oficio malechor, que despertó la carcajada general del grupo.
‘El yonqui de la Palanca’ se puso entonces a cortar chorizo para todos. El ladrón agarraba la pieza con fuerza en el aire, el macarra venido a menos cortaba y yo distribuía las rodajas entre las hambrientas fierecillas. Como es de bien nacidos ser agradecidos, el muchacho se llevó su premio en forma de chacina. Cuando acabó la tarea, siguió su rumbo cariacontecido, deseando seguramente no volver a encontrarnos nunca más, y nosotros nos fuimos a seguir la ronda por Pozas. Las carcajadas de Cráneo (y servidor) de aquella noche aún resuenan por todo Bilbao.