Manuel Matés fue mi casero. No fue una relación al uso de cobrador y paganini. No lo era, para empezar, el marco: un pequeño apartamento en el Albaicín con vistas a la Alhambra y una exótica bañera redonda donde podías adormecerte, además de ducharte. Él vivía encima. Mi techo era el suelo de su terraza. Ese territorio compartido marcó el de la amistad. Manuel Matés celebró una noche una fiesta con acento cubano. La salsa no paró de sonar y yo, desde la cama, no paré de bailar de modo figurado. Al día siguiente le pedí los discos. Me dejó unos treinta y grabé con ellos una maravillosa selección de tres cintas que aún conservo. A las siguientes fiestas de Manolo Matés ya estuve invitado. Y no me perdí ni una. La confianza llegó a tal punto que un buen día decidió bajarme la renta ‘mil duritos’. Lógicamente, acepté.
Matés, de profesión arquitecto y de vocación polemista, andalucista y juerguista como ninguno, decidió por aquel entonces presentarse a las elecciones municipales en Granada. Fue el candidato del Partido Andalucista, con lo que se convirtió en casero y alcaldable al mismo tiempo. Pero el PA vivía horas bajísimas en Graná. Tan bajas que la mayor campaña se la hicimos Alfonso Chacón y un servidor cuando salíamos de copas. Andaba Matés enfrascado en la barra en cualquier polémica, con su pelo blanco, sus cejas negras y sus gafas; y andábamos Chacón y servidor abordando al del bar: ¿No conoce a Matés? Es candidato a la Alcaldía. ¿Está dispuesto a votarle? La respuesta siempre era la misma: ni de coña. Estas campañas llegaron a su punto culminante la noche de Carnaval, una fiesta totalmente inexistente en tierras granadinas. Chacón se caló en la cabeza unos tentáculos en versión de goma que le daban un aspecto totalmente ridículo, yo me puse una camisa de cura con su corresponiente alzacuellos, en cuyo centro inscribí: Vota Matés. Y Matés no dudó en optar por la chilaba y las babuchas amante como era y como es de los mundos africanos. Aquel día acabamos de estropear su campaña electoral. Cantábamos ‘vota Matés’ en los bares, le señalábamos partiéndonos el culo de risa mientras delatábamos a los sufridos bebedores granaínos su condición de candidato a alcalde y lo más gordo de todo es que él se descojonaba más todavía mientras apostillaba su insulto más repetido: “Qué hijos de puta sois”. El final de la historia fue el récord de votos, en sentido negativo, del Partido Andalucista en Granada. Andaba el concejal por los 5.000 y él apenas logró 1.200 o 1.400. Catastrófico.
Muchas de aquellas salidas nocturnas de aquel singular trío calavera de edades dispares acababan en el salón de Matés. Allí atacábamos siempre el jamón alpujarreño que colgaba de un gancho, bebíamos, escuchábamos músicas morunas y, en uno u otro momento, bien Matés o bien Chacón se asomaban a la terraza de la casa y tocaban el añafil, aquella gran trompeta resonaba en todo el Albaicín en el frescor de la noche sin que se escuchara protesta alguna. Su sonido medieval, la música, la fiesta y la presencia mágica de la Alhambra daban a aquellas noches un halo que aún me hace dudar hoy si ocurrieron en realidad. Si fue verdad o mentira mi charla con Carlos Cano (el ya fallecido cantante granadino) en aquella terraza. O si fue verdad o mentira aquella noche poética que Chacón y servidor nos encargamos de chafarle a Matés, acompañado de un ilustrado grupo de representantes de la cultura granaína. Llegamos a aquella velada, nos pusimos a beber y a comer jamón y cuando vimos de qué iba el rollo destrozamos el duende. Leía una asistente unas estrofas de un verso y aplaudían todos. A veces, no se percataban de que había finalizado y la lectora tenía que apostillar “ya”, a lo que sucedían unos elogios de lo más cursis. Entonces, a modo de Pajares y Esteso, pasamos a la acción y recitamos groselles y chorradas a iguales. A la media hora habíamos echado a la calle a los invitados de Matés. Y entre insultos y risas, seguimos los tres la juerga.
En aquella inolvidable calle del Beso, así se llama, hablábamos una noche a eso de las dos de la mañana antes de despedirnos cuando un vecino se quejó desde su ventana, pidiendo silencio para poder dormir. Irrumpió entonces el Matés violento, se cagó en sus muertos, le llamó de hijo puta parriba y remachó la retahíla de cargamentos granaínos con una apostilla inverosímil: “…que no tienes sensibilidá para ver la Luna”. Con aquella frase estallamos los tres en carcajadas hasta llorar, él también. Matés me enseñó a hacer un excelente gazpacho, me aficionó a comer jamón sin parar, me divirtió más que nadie con ese sentido de la vida que se gastan quienes aprenden desde pequeños a exprimirla como un limón y, en definitiva, me hizo marcharme de Granada pesaroso por dejar la ciudad más bonita que jamás conocí y, también, por alejarme de aquella fiesta de las mil y una noches con alguien tan irrepetible como él. Esté donde esté yo y esté donde esté él, siempre votaré Matés.