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Adrián Ausín

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El Mollejo

‘Los Madrugos’. Así se llamaba el bar situado al final de Boca de Huérgano, ese pueblo del valle de Riaño que se erige en una auténtica encrucijada: en un sentido mira para Riaño y su embalse, en el contrario para el puerto de San Glorio y en su bifurcación se abre hacia la provincia de Palencia. Al final de la Villa, como llamamos todos abreviadamente a Boca, a su izquierda, asentaba sus reales el ‘Madrugo’, mote familiar de quienes tenían afición a levantarse temprano singularizado en el regente del bar y único habitante de la vivienda situada en el piso superior: Francisco del Hoyo del Hoyo. A este ‘madrugo’ con el paso de los años le pasamos a llamar Paco en la barra del bar y ‘Mollejo’ o ‘Molle’ en las conversaciones particulares, identificando al cocinero con el alimento que tanto nos pirriaba: sus deliciosas mollejas plancha. 

Tenía el Madrugo un sinfín de encantos bajo su aparente sencillez rural: una barra, cuatro mesas y un televisor; una terraza exterior mirando a la carretera y al afamado torreón medieval de la Villa; y un viejo manzano, del que Francisco del Hoyo se alimentaba a diario durante los meses de verano. Completaban el ornato del bar pequeños detalles tales como un escudo de madera del Real Madrid, una colección de navajas en venta o una ruleta metálica con cassettes del año de la polka, arrinconada junto a sus dos periódicos de cabecera: El diario de León y el Marca. El primer gran encanto, reconozcámoslo, era su carta, deliciosamente escueta: mollejas plancha o guisadas, filetes con patatas, chuletón, ensalada y embutido. De postre, crema catalana, tarta al güisqui o helados. Cuantos acudíamos al Madrugo de mi clan familiar apostábamos prioritariamente por un trío alimenticio: las mollejas plancha, la ensalada y los filetes con patatas. Sólo variábamos las cantidades, que discutíamos desde media tarde mientras paseábamos por el monte. Si, por ejemplo, éramos seis a la mesa podía concretarse la cosa en un 2-2-3. El segundo encanto asociado al primero era la libertad de horarios. Francisco, Paco, Molle nos daba alimento a cualquier hora del día, lo cual era un auténtico privilegio en aquellos días de río y monte. El tercero, que con el tiempo también fue primero, era su don de gentes, su singular carácter, sus salidas, su humor leonés de alta montaña, aquellos tics propios del sexagenario solterón; aderezados por unas madreñas perpetuas, un bigote cano escueto y una amplia calvicie mal disimulada por el estiramiento de cuatro pelos mal puestos de lado a lado de su cabeza. Pequeño y rechoncho, era el Molle un personaje a la altura del soldado Svejk, el protagonista de El tambor de hojalata o el cocinero chino de un barco pirata.

Descritos los mimbres, procede pasar a las situaciones. Entra un cliente. Francisco está solo. Aparenta ser una buena noticia, pero en la alta montaña leonesa el afecto se reboza de una buena dosis de agresividad. ¿Ya estás tú aquí? Sí, estoy aquí. Pues se estaba mejor solo. Pues te jodes. A ver si no bebes. Anda y ponme un vino. ¿Rioja? Estoy yo pa Rioja. En ocasiones resultaba una maravilla quedarse callado para escuchar a los autóctonos agredirse verbalmente. Con el tiempo, Francisco nos fue contando sus andanzas mientras cenábamos. Le animábamos el bar cuatro, ocho o doce comensales y él tomaba parte de nuestras conversaciones desde la barra como uno más. Así fue como nos contó para ilustrar la tensa relación que mantenía con su hermano aquella vez en que iban caminando monte arriba cuando éste le planteó: ¿Cantamos? Él replicó secamente: ¿Hay motivo? Y no se cantó, pues no había un motivo específico. O aquella otra ocasión en que, de ronda de vinos con su panda de amigos, le tocó pagar a él y la cuenta doblaba a la de anteriores bares. Entonces espetó con tono crítico: ¿Quién pidió Rioja? Su pregunta quedó acuñada por el grupo y la repetían siempre que algo les parecía caro, aunque estuviesen ya en la versión gin-tonics, a los que el Molle siempre llamaba ‘chismes’. ¿Qué? ¿Te pongo un chisme?

Tantos años en el Mollejo, tantas comidas, meriendas y cenas… La cosa llegó a tal punto de complicidad que, en ocasiones, un domingo por la tarde, desde el río, le llamaba al bar para pedirle que me fuera preparando las mollejas para darme un banquete en su terraza antes de poner rumbo a Gijón. El Madrugo, en su soltería, llevaba una vida absolutamente espartana: un paseo por el monte a las ocho de la mañana y el bar abierto de sol a sol, hasta más allá de la medianoche todos los días, en verano y en invierno. Apenas se concedía cerrar dos veces al año, para ir a León a los toros o por una visita de médico. En el bar estaba en su salsa. Y sin en verano era cuando más ambiente administraba, alternando autóctonos con forasteros, en el más crudo invierno no teníamos reparo en cruzar su puerta un lunes de enero para cenar en pareja, con él de maestro de ceremonia. En aquellas solitarias cenas, a veces con la nieve asomando por la ventana, siempre se abría también la puerta para Tolís, su cliente más inseparable. Tal pareja hacían que pagaban el Canal Plus a medias para ver los partidos del Real Madrid. Tolís quedaba en la barra y la cosa acababa con una tertulia a cuatro.

A mediados de junio de 2008 entramos al Madrugo, como siempre. Pero Molle estaba con muy mala cara. Sentado, con un chaleco, tenía a tres o cuatro clientes en la barra, pero él estaba en la mesa de la esquina, donde le gustaba cenarse unas manzanas al acabar la tarea. Nos miró pesaroso y dijo que, si no nos importaba, nos fuéramos a cenar a la competencia. La ciática no le dejaba moverse, pero tenía el bar abierto para no aburrirse. La ciática resultó ser un cáncer de huesos galopante y el 1 o el 2 de julio murió en León a los 63 años. Yo no logré asimilar aquello. Su funeral llenó la iglesia de Boca de Huérgano. Fue bonito. Una persona sola, que mantenía trato distante con una buena parte de sus parroquianos, llenaba el templo en el día de su despedida. Al abandonar el cementerio, nos topamos con Tolís y se nos hizo a todos un grueso nudo en la garganta. Faltaban palabras adecuadas para expresar la amargura del momento prolongado con un vermú que parecía un velatorio. Cuatro años después, cuando paso en coche frente al Madrugo, con su puerta y sus ventanas cerradas a cal y canto, imagino el bar a oscuras, comido por el abandono, y siento que una parte de mi vida se quedó encerrada en esas cuatro paredes.

Temas

Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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