Cuando el hijo mejora al padre en sus cualidades el sentimiento que acompaña a este fenómeno evolutivo suele ser de orgullo. Sin embargo, esta máxima aplicada a la lengua puede provocar también ciertas sensaciones vergonzantes para el transmisor. Si un español y un peruano, póngase por caso, entablan una conversación creará cierta confusión en el espectador comprobar cómo el segundo desgrana un florido verbo, rico en giros y matices, mientras el primero no pasa todo lo más del aprobado ramplón. El presunto alumno da mil vueltas al profesor. En la sangre del primero corren posiblemente genes hispanos e incas a partes iguales; mientras en la del segundo sólo habría de los primeros. Acaso debería parecer más puro el ADN de quien se quedó en la madre patria, pero es el ADN mezclado el que mejor se expresa, el que combina con más acierto (cayendo a veces en el engolamiento) la diversidad del diccionario castellano con las mil formas de ordenar las palabras. Viene al caso de esta reflexión la entrevista de Julia Otero a Mario Vargas Llosa, emitida la pasada semana por La 1, de RTVE. La española, licenciada en Filología, ofreció un pobre espectáculo: se expresó vulgarmente, cometió errores de bulto, dijo lo contrario de lo que pretendía cuando aludió al erotismo e incluso convirtió en ofensa un pretendido piropo (usted fue muy guapo) al utilizar el pasado en vez del presente. Pobre Otero, frente a un peruano nacionalizado español que se expresó como cabe esperar de un Premio Nobel y Premio Príncipe de Asturias, con acierto y floritura.
No todos los países de Hispanoamérica miman tanto a la lengua castellana. Los hay torpes en su pronunciación (como los dominicanos, que se tragan las palabras, o los cubanos, simpáticos ellos, pero con extraños giros como terminar las erres en eles). Pero los hay impolutos como mexicanos y colombianos. Esta superación del idioma materno al otro lado del charco, mientras aquí incurrimos en el más cruel maltrato, me fue revelada en un autobús de línea México DF-Oaxaca allá por el año 1996. Mi destino final era Puerto Escondido, donde proyectaba pasar unos días de relax tras una intensa semana de viaje de trabajo cubriendo el periplo de Sergio Marqués, entonces presidente del Principado, por la República Dominicana y México. La comitiva oficial se había vuelto a España mientras yo iniciaba en solitario unas vacaciones. Era un autobús lujoso, tipo supra español, y me había acomodado en el primer asiento, justo detrás del conductor y el acompañante que había de darle relevos. Mi idea inicial era concentrarme en el paisaje, pero la atención se me desviaba continuamente hacia aquellos dos mexicanos que no paraban de hablar. Qué pena de grabadora, pensé enseguida. Los relatos del uno al otro no tenían desperdicio. “Ahora te voy a narrar, amigo Juan, cómo el hombre puede tener un comportamiento elevado en la vida y sucumbir después a las más bajas tentaciones. En una hacienda de las afueras de Oaxaca…”.
Una historia sucedía a la otra, expresadas de forma y manera que bastaría grabarlas, transcribirlas y publicarlas. No las contaba un escritor profesional, sino el chófer de una compañía de transporte mexicana. En aquel viaje descubrí el cuidado del verbo en Hispanoamérica. Permanecí cuatro semanas entre México y Cuba. Al regresar comenzó a chirriarme especialmente el castellano de los españoles: las frases mal construidas, los dichos tergiversados, las coletillas usadas para enlazar una idea con otra (‘en plan’, ‘no sabes’, ‘vas decime tú a mí’, ‘quita pallá’), el uso indebido de muchas palabras en la profesión periodística (a nivel de, puntual, punto álgido, desapercibido, ostentar, detentar, valorar negativamente…), cuando debería ser precisamente la que sentara cátedra y marcase el camino a seguir; y tantas y tantas barbaridades como salen por nuestra boca cada minuto de cada día. Entonces profundicé en la necesidad de tener siempre un diccionario a mano, en beber todo el agua posible de los mejores manantiales literarios y, en definitiva, en intentar ser cada día un poquito mejor juntaletras, siempre con la humildad como bandera y con la aspiración de que nadie me confunda nunca con Julia Otero (siguiendo el ejemplo inicial) ni pretender tampoco adornarme con el plumaje de Vargas Llosa. Ahora bien, puestos a recibir influencias positivas, sin duda será mucho mejor escuchar, o leer, al peruano.