(Viaje a Portugal 1)
Acabo de borrar el primer texto escrito sobre Portugal. Comenzaba reflexionando sobre la injusticia que cometemos desde España con nuestros vecinos, a quienes decía que ignoramos en el día a día, pese a haber viajado todos dos, tres o cuatro veces por tierras portuguesas. Tras sentirnos a gusto en ellas, tras saborear su rica gastronomía y su decadente (pero encantadora) arquitectura, tras recibir un trato amable pese a las voces que pegamos en Portugal, como si estuviéramos en el pasillo de casa, volvemos pa nuestra España muy anchos, echamos candado a la existencia del vecín del Oeste, a quien hacemos de menos, y tenemos más presente al vecín del Norte, a quien hacemos de más, pese a su hablar empalagoso y su tristeza existencial. Acabo de borrar el primer escrito sobre Portugal, pero inicio el segundo en realidad con la misma reflexión, sólo que ahora quiero tomar distancia para no parecer que digo esto desde ningún pedestal superior a los portugueses, sino desde la humilde autocrítica. Pues tienen los portugueses ciertamente un problema con la pintura, que apenas usan, lo que da una pátina decadente a calles, edificios y palacios; que le hace a uno situarse en un ambiente cuarenta años atrás, pero precisamente en ese viaje en el tiempo reside el encanto portugués, así como en su carácter afable, su rica gastronomía, sus tranvías y monumentos, y en un ambiente fraternal que te hace sentirte a gusto, entre amigos, entre vecinos.
Con todas estas reflexiones en la mochila, aterricé en Lisboa hace dos semanas. Tenía una cuenta pendiente con Lisboa. Y también con Sintra. Quince años atrás llegué a la capital portuguesa con dos amigos bandarras a las seis de la mañana, dormimos en el coche hasta que amaneció, nos fuimos a una pensión a dormir, llegamos a Sintra al día siguiente cuando había cerrado todo y nos fuimos tras otra noche de discoteca un día más tarde sin haber saboreado ninguna de las esencias de esa maravillosa ciudad. Había estado en Lisboa y Sintra; pero ellas no habían estado en mí. Esta vez, inicié el viaje tomando un coche de alquiler rumbo a Sintra, con dos noches reservadas en el hotel Lawrence’s, una joya del siglo XVIII (se precia de ser el más antiguo del país) desconchada en su exterior, como todo lo portugués, pero con un sabor intramuros que justifica sus cinco estrellas. Una habitación inmensa con una cama de dos por dos llena de almohadas, unas salas estilo british, con sus bibliotecas y sus chimeneas, y un restaurante de época donde, tras un copioso desayuno, el perfecto camarero cincuentón que lleva allí toda una vida te ofrece ovos fritos o mexidos. Avanzado noviembre, con bajas temperaturas y cielo gris, Sintra amanece casi deshabitado, también podríamos decir que desangelado, con apenas un puñado de turistas tomando posiciones, lo cual contribuye a la autenticidad del momento. Inicias el recorrido por el castelo dos mouros, del siglo VIII, una preciosa muralla desde la que dominas toda la llanura, enmarcada por Lisboa, el Tajo y el Atlántico. Desde sus almenas tomas conciencia de la estratégica ubicación de Sintra, de sus mansiones y palacios, de su solera. En Sintra reposan las esencias de la monarquía y la nobleza portuguesa, que tomó esta montaña por bandera entre los siglos XIX y XX.
La segunda escala es el palacio da pena (palacio de la peña), construido a partir del claustro de un convento que sobrevivió al terremoto de 1755 por orden del rey Fernando II. El palacio da pena preside Sintra desde su cima más alta y su vista es espectacular. Su azulejería, las habitaciones reales, las filigranas de las fachadas, la mezcla de estilos… Todo ello forma un singular conjunto en el que puedes echar la mañana. Allí pasó largas temporadas el penúltimo rey de Portugal, Carlos I, hasta el atentado que le costó la vida a él y a su heredero en 1908. Apenas le sobrevivió dos años en el trono su otro hijo, Manuel II, quien debería abandonar el país en 1910 ante las revueltas que trajeron la república al país. Así que los últimos coletazos de la monarquía en Portugal, las últimas escenas palaciegas regias tuvieron lugar en este palacio da pena en el que Carlos I pasaría temporadas de descanso con su esposa Amelia y sus dos hijos a caballo entre los siglos XIX y XX; y en el que Fernando II viviría antes, mediado el XIX, con sus dos esposas: María y tras la muerte de ésta Elisa, cantante de ópera quien mandaría construir un chalé estilo austriaco a las faldas del promontorio sobre el que se asienta el palacio. Entonces, el paisaje era rocoso, con poca vegetación, lo que situaba ambas residencias, la clásica y la moderna, una a la vista de otra. Ocurre que los reyes ordenaron levantar un auténtico jardín botánico en dicho espacio y hoy día, 150 años después, la vegetación ha ocultado uno del otro. Así, si en poco más de una hora se visita el palacio, por los jardines te puedes perder dos o tres horas, con una bonita zona de lagos, un espectacular jardín de helechos, invernaderos, algún rododendro centenario y mil y un vericuetos. Tanto merece la pena que para disfrutarlo sin prisas decides comer en el restaurante del palacio, donde disfrutarás de una rica sopa y del primer bacalao del viaje, para disfrutar de los jardines hasta que prácticamente se agote la luz del día.
A la mañana siguiente, antes de poner rumbo a Queluz, atacas otro palacio, la Quinta da Regaleira, al que se accede caminando desde el Lawrence’s. La primera impresión, tras dar una curva, encoje el cuerpo y el alma. Un edificio recargado, ennegrecido, propio de la familia Addams, se presenta de repente ante el espectador. Impone. Mete miedo. Si por fuera impresiona, por dentro defrauda un tanto pues a falta de mobiliario de la época (principios del XX) aprovecha sus habitaciones como espacio expositivo ocupado por paneles. Quizá estuviera mejor diáfano. La gran miga de esta quinta está en sus jardines, donde se oculta el pozo iniciático. Accederás a él por las galerías que se ocultan detrás de una cascada de agua. En su centro, esculpido sobre mármol, hay un símbolo masónico. Y mirando al cielo te descubrirás al fondo de una espiral de piedra de 27 metros en la que, al parecer, se celebraban rituales de iniciación a la masonería. Luego subirás por su escalera de caracol, salpicada por varias ventanas, donde hay 35 misteriosas tumbas, hasta aparecer en la cima del pozo, en un pequeño promontorio en medio de los jardines que disimula su existencia. Grandes sensaciones las del pozo iniciático, por el que volverás a bajar para perderte de nuevo por las galerías y acceder al pozo imperfecto, dos enigmas de quienes tiene la respuesta un tal Carvalho Monteiro, quien ordenó construir todos estos ingenios entre 1898 y 1912. ¿Qué hicieron allí Carvalho y sus colegas? Nadie lo sabrá nunca con certeza. Lo cierto es que la enigmática Quinta da Regaleira y su pozo iniciático le transportan a uno a las entrañas de la mejor novela de intriga, masonería e incluso terror.
Con estas sensaciones, toca poner rumbo al palacio nacional de Queluz, pequeño Versalles donde pasaría su infancia Bárbara de Bragança antes de convertirse en reina consorte de España al casarse con Fernando VI. Sin embargo, hay que calentar el cuerpo y endulzar el espíritu para deshacer la conjura maléfica de la Quinta da Regaleira. La mítica pastelería de Sintra es el lugar adecuado. En Casa Piriquita tomarás un café caliente, una queisada y un traveseiro que infundirán energía renovada para seguir buceando en el pasado palaciego de nuestros vecinos portugueses. Cuando sales a la calle cae una fina lluvia de noviembre bajo un cielo encapotado, pero tu ánimo ha recibido toda una inyección de moral. Te alejas de Sintra con la sensación de dejar atrás el tesoro más preciado de Portugal.