(Viaje a Portugal y 3)
Tras devolver el coche de alquiler en el aeropuerto, te dispones a disfrutar tres días de Lisboa. El taxista que te deja en el hotel York House no ha parado de hablar. Conoce España, conoce incluso Gijón, adonde trajo hace años un pedido para una gran tienda de lámparas. Su talante afable es la marca de la casa. El hotel resulta singular. De la calle accedes por un portal a unas escaleras que te llevan a un patio central, desde el cual se distribuyen las habitaciones, la recepción y la zona de desayunos. Está a unos metros de la avenida que corre paralela al Tajo, donde cogerás el primer tranvía lisboeta rumbo a Belem. En un espacio abierto, mirando a un río que ya parece un mar, próximo a su desembocadura, tienes allí tres objetivos culturales de interés creciente: el monasterio de los Jerónimos, el monumento a los descubridores inaugurado en 1960 y la torre de Belem, adornada por cinco siglos de historia, ventanales inverosímiles enmarcados en la piedra y espectaculares vistas: al Tajo, a Lisboa, al puente 25 de abril y al Cristo que hace de réplica, al otro lado, del de Río de Janeiro. El día es soleado. Llega la hora de comer. Miras la guía Lonely Planet y te recomienda un bar con terraza con sabor añejo. Allí tomarás sopa y sardinas, dejando el postre para la espectacular Antiga Confeitaria de Belem, a la que ya habías ido a media mañana entre monumento y monumento. La esposa se sorprende. Marido y mujer van a entrar juntos a un café dos veces en apenas tres horas, un hábito a mi juicio femenino que jamás ponemos en práctica. Pero el establecimiento de 1837, sus salones, su café y, muy especialmente, sus pasteis de nata recién hechos (en realidad es crema) bien merecen entrar cinco veces al día. Crujiente hojaldre por fuera, deliciosa crema por dentro, pequeñitos pero regordetos, con cierto peso pese a su tamaño; un placer de dioses con una receta de esas que el dueño no le cuenta a nadie.
Con su sabor dando un agradable dulzor al cuerpo y el espíritu, tomas un nuevo tranvía. Vuelves al punto de partida. Disfrutas mentalmente de la estancia en Belem. Y empiezas a planificar la noche. Treparás por las calles hasta el Barrio Alto, pues te hallas alojado en sus faldas. Las cuestas son asumibles. Los tranvías suben y bajan por todas partes. En cada tramo de acera te topas con un par de ultramarinos a la antigua usanza, otro par de pastelerías y pequeños bares. Tienes la sensación de que el comercio portugués mantiene los biorritmos hispanos de hace cuarenta años. La plaza de Camoes marca el epicentro del Barrio Alto. Allí está el mítico bar-restaurante A Brasileira, con un grupo de ese mismo país animando el ambiente con su música. Es jueves. Es noviembre. Hace frío. Pero el Barrio Alto mantiene el tipo. Trepamos por las calles otro poco, hasta un amplio mirador: ahí divisas enfrente, en el montículo vecino, el castillo de San Jorge, que preside iluminado la noche como si de una Alhambra se tratase. También distingues la catedral a su derecha. Es el barrio de Alfama, adonde irás al día siguiente. De momento, toca perderse por la zona de más ambiente nocturno, cotillear escaparates, saborear las calles y cenar ligero en un antiguo convento reconvertido en cervecería.
El viernes toca Alfama. El tranvía 28 te deja al lado del castillo de San Jorge, desde cuyas murallas divisas todo el epicentro de Lisboa, esa zona llana y noble que desemboca en la plaza do Comercio y, enfrente, el Barrio Alto. Anoche estabas en un montículo; hoy en el otro. De un lado para otro, comienzas a maquinar si merecerá la pena coger el barco que te deja en la otra orilla del Tajo. Te lo ha recomendado un amigo no por el pueblo pescador al que accedes enfrente, Cacinhas, sino por las vistas del viaje de vuelta. Lisboa desde el río/mar. Hablas a la esposa de Calcinhas, pero ella no parece tener mucho interés. Al cabo de un rato, le susurras al oído: Calcihnas. Y un poco más tarde, miras a través del Tajo y preguntas, haciéndote el despistado, ¿qué pueblo será ese? Ah, Calcinhas. Uno, la verdad, sabe ser pesau pesau cuando se lo propone; y recibe por castigo no ir a Calcinhas, donde parece ser que no hay nada que ver. Con Calcinhas a cuestas, bajamos la cuesta lateral que va rodeando el castillo hasta llegar a un singluar restaurante sugerido por Cris-Kato: Chapito. Está un poco escondido Chapito, pues primero pasas la puerta de un club deportivo con ese nombre y luego te topas con una tienda de artesanía Chapito. Es ahí. Debes entrar, rebasarla, bajar unas escaleras, subir otras y apareces en una gran habitación acristalada con impresionantes vistas de Lisboa. Allí comeremos tan ricamente: tartar de bacalao (bueno) y cocido portugués (buenísimo). Es algo así como una suerte de compango variado español con cuatro fabes pequeñas y patatinas. ¡Gracias Cris! Cuando se come bien uno es capaz de cantarle hasta al mismísimo Calcinhas, así que con estrofas inventadas sobre Calcinhas, nos perdemos por la tarde por las calles bajas de Alfama, a espaldas de la catedral, donde ayudaremos al proceso digestivo con alguna que otra ginjinha (licor de guindas) en pequeñas tascas de ambiente ancestral. Anuncian espectáculos de fados aquí y allá, con pinta muy turística. Suena bien un fado, pero cuando vas por el tercero a uno le apetece tirarse por un puente abajo de la depresión, así que renunciamos al capítulo fado. (Esto quizá abra la espita a Calcinhas…).
El sábado toca diluvio. Creo que definitivamente no iremos a Calcinhas, con tanta lluvia ya se sabe… Planificamos un día bajo techo. Y saldrá redondo. Optamos por el metro, cómodo y barato, para llegar hasta el Museo Calouste Gulbenkian, una auténtica maravilla donde se exponen, con amplitud de espacio y sin recargamiento de objetos, los tesoros adquiridos por el millonario armenio a lo largo de su vida: monedas de oro, cuadros de todas las épocas y estilos, muebles franchutes, orfebrería… Impresionante. Allí recibo una clase magistral más de la esposa en mi condición de periodista baturro en manos de una historiadora del arte. Salimos impresionados. Y ponemos rumbo a la pitanza. Para la última comida lisboeta barajamos tres consejos: el de un inglés que vive en Oviedo, el de un portugués que curró con mi hermano y el de un asturgallego de Vegadeo que vive en Bilbao. Muy exóticos los tres. Tras un arduo debate, apuesto por Vegadeo, por el consejo de Luis López, Luisiño, con quien curré cinco años y de quien me fío sí o sí. Coindice que su apuesta tiene el plato que nos faltaba por probar: la cataplana de pescado. Así que vamos en metro hasta las faldas de Alfama, trepamos un poco y, pocos metros arriba de la catedral, nos plantamos en el Río Coura, un restaurante estrecho, alargado, guapín, con arcos en el techo, que nos encontramos a reventar de gente. Nos dicen que en cinco minutos estamos sentados. Y es así. Ensalada normal y cataplana, con una botellina de vinho blanco. La cosa está para chuparse los dedos y el precio es muy barato. ¡Viva Luisiño!
Aunque sigue el diluvio, bajamos a pinrel al epicentro de Lisboa, a ese barrio bajo, la Baixa, que desemboca, por calles llanas en la plaza do Comercio. Lo recorremos ampliamente. Paramos a tomar una ginjinha en uno de los bares donde sólo dan ginjinhas. Los lusos tienen afición al licor de guindas. Entra una madre y su hija, piden dos, se las toman como en el Oeste y marchan. El sitio es pequeño, acogedor y el barman, todo un personaje. El negocio, cuenta, lo fundó un gallego hace tres o cuatro generaciones. Y otro negocio muy céntrico situado en una plaza cercana, otro gallego. Así que la cosa va de gallegos viajeros. Pedimos las dos ‘con fruto’, o sea, con guindas. Luego nos invita a probar una variante anisada; también buena. La despedida es afectuosa tras diez minutos de cháchara. Aprieta la mano que da gusto. La lluvia insite y seguimos la tarde de tiendas mientras trepamos hacia el Barrio Alto, donde volveremos a descartar el capítulo fado, decantándonos por la opción ‘vinos’ con un poco de queso portugués a modo de cena.
La despedida de Lisboa, el domingo, será singular. Cuando vamos a salir del hotel no podemos. El diluvio ha provocado un argayo en la escalera de entrada: una gruesa enredadera y cacho de pared se han venido abajo taponando el acceso. Un hombre está ya currando con su motosierra, pues hay gruesos troncos entre las ruinas. En recepción nos plantean un plan de evacuación por unas callejuelas traseras que usa el servicio del hotel. El botones nos guía. Cuando estamos asomando a la civilización nos manda dar vuelta porque ya está retirado el argayo. Cuando llegamos a recepción le cae una bronca al buen hombre porque todavía no está lista la escalera. Volvemos de nuevo a las callejuelas traseras, entre edificios, y allí acaba llegando un gran taxi como por arte de magia. El conductor maniobra con dificultad, logra dar la vuelta y salimos del York por la ‘puerta’ de atrás. Su primera maniobra, en aquel gran Mercedes, es intentar un giro inverosímil, sin ángulo ninguno, de 90 grados. Me tomo la libertad de sugerirle que eso es imposible, no vaya a ser que nos quedemos ahí atascados y perdamos el avión. Hace caso. Luego empezamos a hablar de fútbol. Es un fanático del Sporting de Lisboa. Yo le dijo que del Sporting de Gijón. Él me cuenta sus penas y yo le cuento las mías. Cuando me da las maletas en el aeropuerto casi nos abrazamos. Me apetece preguntarle si, casualmente, no será de Calcinhas. Pero aborto el intento. La emoción ante una hipotética respuesta afirmativa podría haber compuesto el más desgarrador fado que jamás se haya cantado en Lisboa.