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Adrián Ausín

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El helicóptero del Papa

Cuando Miguel Ángel remataba ‘El juicio final’ de la Capilla Sixtina allá por 1541 poco podía imaginar que casi quinientos años después un Papa iba a abandonar el Vaticano en helicóptero. De aquella, los Papas duraban poco, algunos unos días, un mes, un par de años; hasta tal punto que Miguel Ángel Buonarroti llegó a tratar con siete u ocho a lo largo de su vida. De aquella, como ahora en nuestro país y en el suyo, no había dimisiones. El Papa se atrincheraba en sus privilegios, daba fiestas, tenía amantes e hijos y derrochaba en obras de arte; incluso iba a la guerra para defender sus prebendas. Muchos morían de las farturas que se metían, de los excesos que cometían. Pero del cargo no se iba ni dios.

Así que si Miguel Ángel levantara la cabeza y alzara la vista hacia su maravillosa cúpula de la catedral de San Pedro vería el próximo 28 de febrero de 2013 un singular aparato pasar junto a ella rumbo a Castel Gandolfo, ocupado por un Papa de 85 años en su asiento trasero con la carta de dimisión guardada en la sotana y unas terribles ganas de folgar de aquí a la eternidad. Ese Benedicto XVI que fue soldado nazi en su más tierna juventud, curiosidades de la historia, y que coincidió en un campo de prisioneros con Günter Grass, remachará su biografía con el insólito hecho de ser el primero en abandonar el trono de la Iglesia en 600 años. Algo que pondría los ojos como platos a nuestro Miguel Ángel resucitado.

Pero si a ese Miguel Ángel resucitado se le acercase un Leonardo resucitado el efecto sería diferente. Leonardo extendería el brazo sobre el hombro del pintor, escultor y arquitecto florentino, le apretaría contra sí como un padre, haciendo gala de su mayor edad y corpulencia, y miraría al cielo, al helicóptero del Papa, con un satisfecho: “Ya lo decía yo”. Habituado a pegarse trompazos de todo tipo con sus ingenios voladores, Leonardo da Vinci vería en ese aparato con forma de libélula la culminación de sus bocetos, de sus alas de águila real, de sus inverosímiles alerones con los que rodó por la campiña de la Toscana unas cuantas veces. “¡Vuelve!”, gritaría. “¡Vuelveeeeeee!”.

Y entonces tendría lugar el milagro. El Papa pide al piloto que regrese al divisar con sus prismáticos a los extemporáneos personajes renacentistas. Aterrizan de nuevo en el Vaticano, a sus pies. Ratzinger sale a la aeronave de blanco inmaculado, rodea a Leonardo y Miguel Ángel, los acaricia lentamente, los bendice, mira al cielo buscando al autor de semejante aparición y no puede evitar, finalmente, lanzar una oferta de trabajo a ambos en riguroso latín -¿voluistis pringere pro me? (¿pintaríais para mí?)-, mientras arruga la carta de dimisión que oculta en su sotana. Los artistas se miran, sin dar crédito a lo que están oyendo, pegan tres rápidos brincos y se suben al helicóptero. Cuando Benedicto XVI y su piloto giran la vista hacia ellos, Leonardo ya está a los mandos. El Papa extiende los brazos, les pide que regresen, pero es tarde. El aparato despega. Sus dos ocupantes saludan risueños al santo padre y se van. ¿A dónde? Hay mucho arte en Italia que todavía no han podido ver bien.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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