El campeón del mundo de ajedrez, un joven eslavo de pueblo, viaja en un barco de Nueva York a Buenos Aires. Es una persona hosca que no quiere relacionarse con nadie. Sin embargo, un pasajero lo reconoce e intenta forzarlo a jugar una partida. En el mismo buque viaja otro singular personaje: un austriaco de orígenes aristocráticos a quien el ajedrez salvó en su día de enloquecer durante el cautiverio al que le sometió Hitler tras la invasión de su país. Parece innecesario adelantar que ambos acabarán por sentarse frente al mismo tablero antes de llegar a puerto. Este es el argumento central de ‘Novela de ajedrez’, una breve pero intensa historia donde Stefan Zweig, además de mostrar una vez más su maestría, se adentra en este apasionante juego que tanto gusta a los hombres. Pues lo que se despliega sobre las sesenta y cuatro casillas no es otra cosa que una guerra de estrategia entre dos ejércitos movidos única y exclusivamente por el ingenio mental de cada contendiente. Quizá ahí radique simplemente el que el ajedrez sea un deporte masculino; en su carácter bélico, en la guerra entre piezas dispares hasta ‘comerse’ al rey.
Nadie podría imaginar a dos mujeres protagonizando la historia de ‘Don Sandalio, jugador de ajedrez’, donde Miguel de Unamuno opone a dos personajes que se ven a diario en torno a un tablero, echan la partida y se despiden sin saber siquiera uno el nombre del otro. Apenas hablan lo necesario para que el juego fluya. Lo demás les trae sin cuidado. ¿Alguien imagina a dos mujeres en esta tesitura? Ni machismo ni feminismo, simplemente constatación de una curiosa realidad sobre las benditas diferencias entre hombre y mujer. Y el ajedrez, señoras y señores del jurado, quizá por las razones expuestas, quizá por otras, es eminentemente masculino.
Una tercera prueba del belicismo de este apasionante deporte de la mente es personal. Dos hermanos de 7 y 10 años fueron llevados un día al salón de casa para recibir una clase magistral de ajedrez. El padre hizo bien su labor, pues ambos empezaron a jugar casi a diario. El mayor se apiadaba a veces del menor y le perdonaba un movimiento erróneo; pero no al contrario. Así ocurría en ocasiones que el pequeño, tras una partida agazapado en su enroque esperando un fallo del rival, acababa por lanzarle un contraataque mortal. Pero nada más dar el jaque mate debía salir corriendo por el largo pasillo de casa perseguido por su enfurecido hermano, quien tras varias vueltas alrededor de la mesa de la sala acababa por darle alcance. El pequeño, servidor de ustedes, sabía lo que venía entonces: una pequeña paliza a la que asistía divertido el padre de ambos.
Aquellas peligrosas partidas de ajedrez caseras, unidas a la lectura de un libro de aperturas, dieron enseguida sus frutos en un campeonato regional celebrado en Mercaplana. Logramos el cuarto y quinto puesto en la categoría infantil, lo que nos reportó un bonito trofeo, creo que el único que he ganado en toda mi vida. Ya en edad adulta, para llegar a ser competitivo, hacen falta muchas horas de estudio, con lo que el ajedrez pasó a ser un agradable pasatiempo que tuvo sus momentos más gloriosos en el Café Caracol, donde después de salir del periódico, al filo de la medianoche, iba un día por semana a celebrar un disputado campeonato personal con Alberto Barquín, el dueño de aquel acogedor chiringuito, además de viejo amigo. El ajedrez es un maravilloso invento, ejercita la mente y te permite mantenerte en forma siempre que cometas la osadía de ganarle una partida a tu hermano mayor (lo cual por cierto no es nada fácil). Peón Cuatro Rey, ¿alguien gusta?