El mildiu suele atacar los tomates. Se adhiere a su tallo y los mata. Este hongo revientahuertas llega con los vapores de agua, las neblinas, los diluvios… ¿Les suena? O sea, que campa a sus anchas estos días por esta Asturias tan negra de minerales como de espacios siderales. Tal es el reinado del mildiu que también se ha asentado en los humanos. El hongo ha comenzado a obstruir nuestros vericuetos cerebrales, provocando interferencias en las líneas de cableado y desatando ataques de nervios colectivos. En el hospital de Cabueñes una resonancia a un paciente desquiciado detectó: mildiu invasivo en los conductos auditivos, verdín en la corteza craneal, botritis incipiente (otra enfermedad del tomate por exceso de agua) en la sesera y ausencia total de vitamina D.
Estos hechos que les cuento han empezado a tener consecuencias. Este gijonés que les escribe se presentó hace unos días en la Joyería Tous sin duchar ni afeitar, en bañador y con una camiseta vieja. Deambulaba por la calle Corrida de esta guisa dándose ánimos a sí mismo para ir a la playa justo en el instante en que asomara un rayo de sol, cuando se paró ante el escaparate de Tous, vio unos pendientucus apropiados para la su muyer y, tras dudar un poco, entró. Las distinguidas dependientas simularon naturalidad. Con los pendientes y unos libros de autoayuda de Paradiso, tomó fuerzas para asaltar San Lorenzo. Primero debió poner un gorro de agua sobre su cabeza; luego se tiró al agua en plena crisis de mildiu.
Ayer la cosa se puso demasiado fea. Con el diluvio universal a cuestas, procedía jugar al ajedrez con un viejo amigo. Evadir la mente. Dos grandes partidas más de un año después de la última, dos emocionantes finales y dos victorias in extremis. Este paciente que les escribe danzó por el salón de casa tras la segunda victoria en pantalón corto y sin gorro de agua (de momento no hay goteras). Hoy asoma el sol por Antequera. ¿Será un espejismo? ¿Habrá acaso una postal en la ventana? ¿Estaré mirando a Sevilla? Quizá ha llegado el momento de decir basta. De coger un avión, el primero que pase, para espetarle al piloto algo así como: “Adonde usted quiera. Tire milles”. Sabes que la huerta no te echará de menos, con este riego natural que nos hemos regalado. Así que metes cuatro cosas en una mochila y pillas un taxi hasta la Campa Torres, por donde dicen las malas lenguas que pasan más aviones que por Ranón. Al quinto intento, alzando los brazos como un loco, con la muyer sentada sobre una piedra cilúrniga con gesto escéptico, para uno.
El piloto confiesa que ha hecho una excepción. Se identifica como ese comandante aficionado a acercar la aeronave a lugares de interés para el turista. Y dice que, claro, no pudo resistir la tentación de asistir a un hombre enloquecido dando saltos cual australopitecus. Se compromete a soltarte en paracaídas donde gustes, así que miras con la muyer un mapa hasta dar con una isla perdida del mundo, donde no hay ni siquiera vehículos a motor: Paxi. “Tíranos aquí”. Así lo hace. Cuando descendemos plácidamente, nos rodea un maravilloso sol picante. Comienza a divisarse una bahía con el agua transparente, algo de vegetación y un pueblo de casas blancas. El calor es tremendo. Pero no nos vamos a quejar. Lanzas el gorro de agua al cielo. Y orientas el paracaídas hacia una larga playa de arena.