¿Tú qué yes el andariegu? Ángeles cree identificar a la persona que llama a su puerta al decirle que es un periodista de EL COMERCIO. Él quisiera responderle que sí, que es el andariegu. Pero no. El semiandariegu anda buscando al último pescador que tuvo barca en La Cagonera y ese no es otro que Ángel Guitiz, un hombretón de 83 años que en ese momento lee el periódico en el garaje de su casa, en La Providencia, reconvertido en un amplio salón de estar donde enseguida se distinguen huellas de su pasado marinero: el clásico cuadro de nudos, unas nasas, aperos… Y su propio rostro, un rostro salado por el mar del que salen dos luminosos focos azules cuando rememora viejos tiempos. Anda renqueante Guti (como le conocen), pero el tema de conversación sugerido por el periodista arranca de su interior una fuente de energía que parece tocarse con las manos. Ángeles, entretanto, ofrece al periodista agua, café, galletas y un poco de chorizu, por este orden. Acepta solo el agua dulce mientras hablan de la salada.
Guitiz, Guti o Peregrini no ha parado de faenar en toda su vida. De sol a sol. E incluso de noche. En Moreda, en la mar y donde se terciara. “Me arrastré mucho para sacar adelante a mi familia”, informa. Él tiene en su baúl de los recuerdos esas claves acerca de La Cagonera que faltaban para el reportaje, tras un intenso trabajo de campo acerca del nombre de esta playa oculta. Faltaba conocer su vida pasada. Y Guitiz fue el último en abandonar su cobijo hace unos quince años. Entonces se sumió en el abandono, pues ya nadie le relevó reparando el estrecho camino de los sucesivos argayos, ni en la poda de los escayos ni en las tareas marineras. Tuvo en La Cagonera no sólo barca, bautizada ‘Somió’, sino también caseta de aperos construida en el aire, contra la pared de roca, a unos cuatro metros de altura, para prevenir la acción del mar. Pero un buen día, tras “un maremoto”, de ella solo quedaba un clavo y un caldero colgando. La reconstruyó. Guitiz salió a pescar desde La Cagonera a diario durante medio siglo, se atiborró de quisquillas, centollos y andaricas; y celebró los domingos comidas familiares en la propia playa. La materia prima la llevaba Ángeles en cestos desde casa; un día al año una fabada para todos los que allí se reunían, pues llegó a haber hasta trece barcas.
Una expedición en kayak con tu cuñado, saliendo desde el Muelle, te ha ofrecido días atrás la sensación de reconquistar La Cagonera, oculta entre Serín y Estaño. Allí pudiste ver restos de aquel pasado bullicioso: poleas para alzar los barcos, nasas, redes, boyas y tres curiosos hierros saliendo en mitad de la roca que no son sino los ‘cimientos’ aéreos de la caseta de aperos de Guitiz. Se lo cuentas todo y un brillo especial ilumina su mirada. Hace muchos años que no se encuentra en condiciones para bajar hasta allí una vez más. Trae a la mesa del garaje una nasa y explica cómo picaban sus víctimas. Poníes un trozo de chicharro, se metía la quisquilla o la andarica y ya no sabía salir. Pero ay amigo si aparecía un pulpo por ahí. “El pulpu ye el más tonto y el más listo”, sentencia. Pues antes de entrar en casa ajena, dejaba un tentáculo agarrado al hueco, pasaba sin llamar, se lo comía todo y se iba. Quiere luego enseñarte la caja de madera y cristal que utilizaba para ver el fondo marino (pero no aparece) y más tarde te muestra el tridente final del garabato que, con un palo de cuatro o cinco metros, servía para atrapar los centollos. Un día Guitiz cogió 66. Parte de la pesca la vendía y parte llenaba la nevera de casa, en cuyo exterior reposa, para la posteridad, su querida barca, que durante muchos años movió a remo antes de tener “una peseta” para comprar un motor.
Es la hora de comer. El periodista tiene toda la ‘carnaza’ que buscaba de La Cagonera. Ha dado con el alma de esa playa perdida del litoral gijonés. Su historia servirá de base del último capítulo playero del verano (La playa de los patos cagones). Ángel y Ángeles, también llamados Guitiz o Guti y Fogueres, se dirigen al piso superior de la casa mientras su visitante se apresta a coger su Vespa. El semiandariegu de EL COMERCIO se siente afortunado. Acaba de conocer al último pescador de La Cagonera, un hombre de una pieza en cuyo rostro ha podido divisar al marinero en tierra en que la edad lo ha convertido. Las olas vienen y van. Pero La Cagonera seguirá ahí, cual isla del tesoro, oculta por la vegetación. Guitiz ha puesto la sal a su historia antes de almorzar y echar la partida de cartas de cada tarde.