El bable es absolutamente inabarcable. Cabe todo. Retorcemos el castellano hasta hacerlo irreconocible y a eso, con dos cojones, le llamamos idioma. Ahora bien, simpático es un rato. Puedes escribir cien libros de dichos, acertijos, versiones; y nunca acabarías. Bastaría con llamar a la puerta de una casa más, en una pedanía más allá, para tener que añadir un renglón más al inventario.
Yo aporto mi renglón, que no es personal, sino transferido por un gran amigo, al cual también le llegó a través de otro. Pero partamos de la base de su realidad. Esto es un concesionario de coches en el ámbito rural astur. Llegan dos matrimonios con afán de mirar y/o comprar, acompañados de los típicos niños pequeños malcriados. El vendedor empieza a mostrar sus artes, a detallar las prestaciones de sus bugatrones y los niños se descontrolan. Corren de acá para allá, tocan lo que no deben, gritan. El vendedor quisiera matarlos, pero está intentando vender un coche a sus padres y entonces, mordiéndose la lengua, les lanza una suave andanada. ¡Cuidao, chicos! Continúa con los mayores, abre puertas, muestra adelantos tecnológicos y se va ganando, campechano él, a los potenciales compradores. Pero los niños siguen incordiando; y les avisa por segunda vez. ¡Cuidao, que vais a romper algo! Y tira para la gama alta.
Al poco, cataplán. Un retrovisor roto. Entonces al vendedor, rojo de ira, le sale la lengua materna en estado puro para arengar a los enanos: “¡Se vos diz, se vos endiz, se vos vuelve a endecir y vais y me jodéis el coche!”. Qué deliciosa concatenación de decires. Se diz, se endiz y se vuelve a endecir. Un, dos, tres. ¿Cómo decirlo mejor en castellano antiguo? ¿Quién da más? ¡Viva el bable y sus millones de decires!