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Adrián Ausín

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Luis, el perolero

Una fotografía, en el Museo Etnográfico de Riaño (León), me devolvió ayer de golpe a la infancia. En sus paredes cuelgan, una por una, todas las casas del viejo pueblo, ese que duerme bajo el agua de un pantano tras ser dinamitado y alisado por las excavadoras que envió en 1987 el ministro socialista Sáenz de Cosculluela (Franco no lo hubiera hecho mejor). De aquellas casas, de aquellos veranos felicísimos, quedan solo las fotografías individuales de cada vivienda con una leyenda debajo: la casa de Candela, la casa de los Tordos, la casa Genoveva…

El repaso por los tres pisos del museo del Nuevo Riaño, mientras la lluvia mojaba la montaña, resultó un angustioso viaje al pasado, una sucesión de imágenes de un pueblo condenado, que lucía ya las cicatrices del inminente abandono: desconchones, baches, barro… Y, alrededor, una naturaleza deslumbrante. Claro, yo no lo recordaba así. Los recuerdos tienden a idealizar pero las fotografías no mentían. Y así, descubriendo imágenes parciales arrinconadas en mi cerebro, llegué a la última. Casi todas eran paisajes muertos, sin gente. Pero en esta última distinguí a un singular personaje, sentado en el portal de su casa, reinando sobre los seis peldaños de la escalera, con las piernas inertes encogidas a los lados y una cabeza desproporcionada para su pequeño cuerpo. Era Luis, el perolero; Luis, el de los timabales; Luis, aquel hombre con cuerpo de renacuajo del que nos reíamos en nuestra ignorancia infantil, pero con el que también jugábamos.

“Nin, que me has rallao el timbal, una pela de multa”. Le recuerdo riñéndonos cuando, sin querer, se nos había caído al suelo uno de sus tesoros; toda una colección de juegos con los que pasaba las horas a la puerta de su casa, viendo pasar la vida. Nosotros veraneábamos en la de al lado, con una serrería en medio, y cuando volvíamos del río a media tarde, a veces nos llamaba para que viéramos su último juguete. Casi siempre había que meter una bola en un agujero tras recorrer varios pasillos y vericuetos, y cuando coronaba con éxito su demostración soltaba una risa eterna, gangosa, echando su gran cabeza hacia atrás, mientras se bababa. Nosotros probábamos a igualarle, pero no había manera.

Un verano llegamos con un regalo para Luis, el perolero. Mi padre le había comprado un ajedrez. El reto fue duro. Dos niños que no llegaban a los diez años, mi hermano y yo, le ganábamos sin piedad al principio. Después la cosa estaba más igualada. A veces le pedíamos un juguete que no había sacado al portal. Entonces nos decía que esperásemos un poco e iniciaba una fatigosa marcha, arrastrándose por el pasillo de la casa, con unos asideros de madera para las manos. Cogía el juguete y volvía.

Esas estampas de verano de los años setenta me golpearon ayer en la mente como un bumerán que habría quedado suspendido en el aire desde entonces. Pregunté en el pueblo por Luis, el perolero y confirmé que había muerto en León hacía uno o dos años, ya sexagenario y no sé si con timbales o sin ellos. Estaba en una residencia. Quizá recibiera visitas esporádicas de otros niños crueles o tiernos, o las dos cosas a la vez, que le pidieran jugar con ellos. Desde este rincón tecnológico, al que desconozco si llegaste a acceder, el niño que veraneaba en Riaño envía a Luis, el perolero una sopa de letras de despedida.

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Gijón y otras hierbas

Sobre el autor

Adrián Ausín (Gijón, 1967) es periodista. Trabaja en el diario EL COMERCIO desde 1995. Antes, se inició en la profesión en Bilbao, Sevilla y Granada. En 2019 escribió para el Ateneo Jovellanos el catálogo 'Gijón Escultural'. Luego publicó la novela por entregas 'Cilurnigutatis Boulevard' en Amazon (2021). De la comedia pasó a la tragedia, sin anestesia, en la distopía 'El buen salvaje' (2022), donde denuncia los peligros para el hombre del abuso de las nuevas tecnologías. 'García' (2023) se pasa al costumbrismo con todos los ingredientes de la novela clásica, ambientada en el Gijón de 1979.


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