“Eh. Eh. Ehhhi”. “Oye, oye, oyeeee”. “Cuidao cuidao”. “Va”. “Bici, bici. Bici, bici”. Estas chorradas y otras peores alteran tu paz celestial cuando caminas por lugares compartidos. La estulticia humana, que todo lo puede, ha decidido desde lejanas fechas dejar de ponerle timbre a las bicis y, claro, hay que avisar al peatón de alguna manera. El fabricante quizá se escude en que se trata de eso que hemos convenido en llamar horteramente ‘mountain bikes’, con lo cual, eureka, no hace falta poner timbre para andar por los riscos y las cumbres del mundo, donde sólo habitan la cabra, las víboras y el águila ratonera. Sin embargo, olvidaron algo: las ‘mountain bikes’, o sea, las bicis los gijoneses y muchos otros las usan para andar por lo segao, por carreteras, caleyas, sendas verdes e incluso por carriles bici. Y en todos esos lugares hay humanos, mutantes de dos patas a los que debe avisarse para evitar la hecatombe, el impacto brutal, la caída.
Imagino al ingeniero: vamos a quitarle el timbre a la bici, ahorramos unas pesetillas y nadie lo echará en falta en alta montaña. ¿Le damos un premio? Esta amorfa situación decidió la semana pasada a una asociación de aficionados a las dos ruedas a regalar timbres en el Paseo del Muro. Digo yo que los agotarían. “Tenga un timbre hermano y deje de decir estupideces”. De todas formas, pese al ‘defecto de fábrica’ los usuarios no tienen perdón de dios: seguro que venden timbres en Decathlon y seguro que son baratos. Venga hombre, comprar un timbre y dejar de hacer el chorras. Al próximo que me diga “ei, ei” o “bici, bici” le pienso contestar “¡yuju, yuju!”, en grácil giro hacia atrás, a ver si consigo asustarle yo a él. O eso o una oportuna boya, aunque entonces igual les da por aparcar…