El novato que abre las puertas de un supermercado agrario se expone a hacer el ridículo. Es algo así como retarse a duelo, en un polvoriento pueblo del Oeste, con la cartuchera vacía. Hablamos de la Cooperativa, Leroy, Bricomart, Bricodepot… Esas grandes superficies ‘solo para hombres’ donde uno carga material de obra, angulares, luminarias, plantas, carretillas, macetas… O sea, la juguetería del adulto que tiene un cachu prau donde enredar. En ese mundo, con banda sonora de Sergio Leone, uno no puede presentarse así como así, ir con gesto alegre o descuidar la retaguardia.
Entrar al supermercado agrario requiere método, gesto seco, vaqueros y camisa de cuadros, cierta rudeza (a mí no me la dan), cartera gruesa y mirada penetrante. Puede haber versión rural y versión matrimonio de Somió; pero en ambos casos el ritual es similar. No es lugar para bromas. Una distracción con la radial puede costarte la vida. Y una pregunta demasiado estúpida cava tu fosa de por vida; cuando menos, te granjea un puntapié y un ‘no vuelva por aquí’. Así que hay que analizar los productos con rostro impenetrable, tocarlos con precisión. Resulta recomendable cierta caída de labio al leer las instrucciones. Si pasa alguien al lado, la apreciación será inmediata: “Este sabe”. Una vez que ha picado ya puedes relajarte e ir en busca de otro producto.
Vas por el supermercado agrario y ves a los vendedores jugándose la vida. Tipos secos les hacen preguntas y ellos salen como pueden del embolao. Un error les convertiría en carroña. Un matrimonio rural cincuentón te empuja con el carro, se cruzan las miradas y no dudas en disculparte. No se vaya a liar. Las cejas de él tienen una caída directa hacia el revólver; el grosor marmóreo de ella podría hacerte añicos. Lo mejor es ir directo a por tu producto, aceptarlo tal cual es y dirigirte presto a la caja. Pero el ambiente hostil de este último tramo obliga a extremar al máximo la concentración. Los clientes están tensos. Quieren irse y la cola se mueve con una lentitud desesperante. Un agroman se eterniza con una montaña de maderas, la chica de la caja estira el lector con dificultades y el resto de la cola mira, mira y remira. Nadie habla. El lenguaje gestual manda: uno se rasca un pómulo, otro saca una libreta del bolsillo de la camisa y el último resopla susurrando un cagamento. El triunfo en el supermercado agrario es salir con vida entre tanto tipo duro.