Sevilla, 30 de julio de 1992; Isla de la Cartuja. Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura y dios de las letras hispanas, visita la Expo 92. Durante cuatro horas, recorre el recinto como invitado estelar de la comitiva oficial del Día de Colombia, su país natal. La prensa le persigue en bloque en busca de ese instante en el que Gabo se digne a dirigir la palabra a quienes ejercen la misma profesión que él desempeñó durante años. No ocurrirá tal cosa. Gabo ignora a la canallesca. No quiere abrir la boca. No hace la menor declaración en tan señalada ocasión. Quien esto suscribe, a sus 24 años, se fue a comer pasadas las dos de la tarde con un terrible disgusto. Admirador de su obra, con todos sus libros leídos, el joven periodista se lleva un chasco de tal magnitud con el personaje universal que le forma un doloroso nudo en el estómago. Por la tarde se repetirá la historia.
Asturias, octubre de 1997. Cinco años después del disgusto sevillano, Gabo estuvo en el Principado, en apoyo del Premio Príncipe de las Letras, Álvaro Mutis. La persona que acude a recibirle, un veterano gijonés con vínculos colombianos, también se lleva un chasco importante. Así te lo contará tiempo después. En cuanto se le aproximan unos pocos admiradores, el escritor exclama: “Mi valija”, una exigencia de protección diplomática que recibió al instante por parte de su anfitrión, a quien apenas dirigió la palabra en el trayecto hasta Oviedo. “Era una persona muy pagada de sí misma”, te confesaría.
Esos son los dos malos recuerdos que tienes de Gabriel García Márquez. Los buenos fueron previos, cuando devoraste sus novelas en la etapa veinteañera. Más tarde, el realismo mágico latinoamericano te acabaría por resultar una etapa superada, aunque es de justicia reconocer la belleza de su literatura, su verbo cristalino apto para todos los públicos y una fama mundial en definitiva merecida. Sin embargo, el amargor que te produjo aquel desprecio a la prensa en la Expo de Sevilla (tres frases a primera hora de la mañana habrían sido suficientes para poder hacer tu trabajo) y la experiencia de tu confidente gijonés ejercen de triste contrapeso al indudable reconocimiento profesional. El divo estropeó al hombre. Pero siempre nos quedarán sus coroneles, sus aurelianosbuendías, las peleas de gallos y los amores viejos en tiempos del cólera. Qué pena que Gabo no quisiera hablarte aquel día para recordarle como se merece.