En primer lugar, gracias por trabajar hasta los 76 años. En España, no hay mucha costumbre. En segundo lugar, gracias por hacerlo tan bien. Si cotizara en bolsa, Juan Carlos sería, con holgada diferencia, el valor más elevado, el elemento más valioso, incluso con muletas, de este controvertido país. En su persona se conjugan la unidad de España -asunto en absoluto baladí-, la estabilidad institucional y un don de gentes, unido las tablas y al dominio de idiomas que lo han convertido, durante 39 años, en nuestro mejor embajador para asuntos de lo más dispares: dar impulso a una misión empresarial, conseguir una obra faraónica en territorios árabes, acudir a una cumbre internacional o negociar cualquier asunto ante gobernantes de naciones poderosas. ¿Quién lograría cualquiera de esas empresas con más éxito el todavía rey de España, incluso cojo y viejo, o José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy o José María Aznar, cada cual en su tiempo y por supuesto acompañado de intérprete? Todos sabemos la respuesta, seamos monárquicos o republicanos.
Quien suscribe estas líneas no es monárquico. La monarquía no se sustenta en estos tiempos en ningún argumento teórico medianamente objetivo. Sin embargo, sus ventajas, siempre que el titular sea competente, como ocurre tanto con Juan Carlos como con su hijo Felipe, la convierten en una institución tremendamente práctica, a la par que barata en el caso español. ¿La república? Quienes tanto denostan a los políticos estos días, entre los que se encuentra servidor, si apuestan por la república han de ser conscientes de que el privilegio de votar se circunscribe a los destinatarios de siempre, con lo que en estos momentos, por ejemplo, quizá fuera jefe del Estado un tal José María Aznar o un tal Mayor Oreja. ¿Les convence? ¿Verdad que no? Una monarquía ajena a los devaneos políticos aúna a los españoles y ofrece una estabilidad independiente de colores partidistas. Ojo, siempre que el monarca en cuestión sea un trabajador brillante en su singular tarea. El que hemos tenido ha sido sobresaliente, cabeza visible de la Transición y de 39 años de democracia en los que España ha experimentado un cambio tal que la hacen casi irreconocible en los planos económico, social, físico y cultural. De todo ello tiene su parte de culpa el rey saliente. En cuanto al entrante, sabe idiomas, posee una sólida formación, es educado, tiene la mejor percha del mundo y lleva 46 años preparándose para desempeñar el cargo. No necesita intérpretes ni avales.
Finalmente, quienes piden votar monarquía o república en las plazas públicas olvidan que eso ya lo votó España cuando aprobó la Constitución en 1978 y, con ella, la monarquía parlamentaria como forma de gobierno. España ya votó esa cuestión en el momento adecuado. Si queremos replantear el país nada nos lo impide. Pero no arriendo la ganancia de un hipotético cambio. Somos olvidadizos los españoles, nos gusta crear mitos primero para derribarlos después, criticamos alegremente y teorizamos en el bar hasta de física cuántica sin haber abierto un libro en nuestra vida. Hemos tenido un rey que no nos merecemos. Y este humilde servidor, en medio de tanto guasap y tanta ocurrencia facebukera, alza un instante la voz para decir: Gracias.