(El río Lot 4)
El segundo día de navegación ya te permites unas licencias. La esposa está en cubierta tomando el sol mientras el marido está al timón. En la clase práctica, Denis advirtió que debes tener cuatro ojos cuando navegas, no despistar el río en ningún instante. De repente, ves que la dama de cubierta se va a girar hacia el patrón y te agachas rápidamente para que parezca que el barco va solo. Ella se pega un susto y tú irrumpes con un salto hacia arriba que la sorprende. Minutos después, das una emisora bakaleta. Cuando ella se vuelve a girar, el marido está a un metro de ella, sobre cubierta, bailando como un poseso. Nuevo susto y pequeña regañina para que vuelvas a tu puesto.
Bailar en cubierta, a pleno sol, en tramos boscosos de río sin testigo alguno, fue una de las mayores liberaciones del patrón del Penichette. Quizá por ello acabase por caer un terrible pedrisco el sexto día de navegación a eso de las ocho de la tarde que, sin embargo, pilló al comando gijonés ‘agroseguro’, como en el anuncio. Cuando empezaron a llover bolas de hielo el barco estaba atracado ante Cahors y sus ocupantes en su interior. Antes del diluvio universal, tras una acalorada jornada, los astures habían dejado el Penichette en el pantalán situado en la orilla opuesta a Cahors junto a un pequeño pero apetecible acuapark. Eran las cinco de la tarde y al ver sobresalir aquellos toboganes ambos compartieron idea. ¿Vamos? Dentro del aquapark, lleno de bañistas, familias y monitores, ocurriría una extraña gabachada.
El patrón del Penichette hace su entrada triunfal lanzándose hacia el tobogán más alto tras depositar la mochila en la hierba. Trepa una escalerilla unos diez metros, toma carrerilla por una sucesión de curvas y se da el clásico planchazu al caer a la piscina. En cuanto se incorpora tiene a un monitor encima. ¿Una felicitación por el planchazu? ¿Una reprimenda por el mal ejemplo para los niños? No. El bañador hispano incumple la normativa del aquapark, donde sólo se aceptan marcapaquetes de licra. El monitor sólo habla francés, pero una bañista voluntaria se ofrece de traductora. Estiman que ese tipo de bañadores pueden usarse en la calle (cosa incierta) y son por tanto menos higiénicos. Tamaña estupidez. También usas por la calle tu cabeza, que va adhiriendo contaminación, de ahí que te duches antes de bañarte.
Tras diálogo de besugos, te mandan a recepción donde, dicen, quizá te presten un turbo. Vas dubitativo. Pero allí no prestan nada. Venden bañadores en una máquina. A 13 euros. De cuatro tallas. Cómo acertar. Igual compras uno, equivocas la talla y debes gastar ya 26 euros para darte un baño. Decides hacerte insumiso y de paso la esposa no se desenamora en Francia. Porque eso de ver al su home con un marcapaquete gabacho quizá no lo digiera en un mes. Cuando le cuentas todo en la toalla primero ríe, luego dice que están en su país y por tanto ellos marcan las reglas. Finalmente, te metes un rato en una piscina en una esquina sin moverte. Cuando estás fresco ella ha tenido su pequeño incidente. Se metió en una piscina vacía y la echaron de allí sin aparente explicación.
Entonces le haces una propuesta para que el comando hispano deje su huella en el aquapark. Te pones su gran pamela blanca por sombrero y de esa guisa proyectas en tu imaginario lanzar un potente alarido, salir al galope hacia el trampolín más alto, propulsarte y caer en medio de la piscina llena de gabachos con bañador largo, pamela y orgullo peninsular. La esposa ya se ve sola en el barco con el marido encarcelado, así que el patrón la tranquliza, aunque se pone un rato la pamela blanca para provocar un poco. Media hora después caerá el terrible pedrisco. ¿Protesta celestial contra los bañadores de licra marcapaquete? Quizá.