La mejor forma de estrenar el Dindurra es yendo a desayunar. Quedas a las nueve de la mañana con un viejo amigo. Él llegará antes, pues deja a una hija en el colegio a menos veinte, circunstancia que lo convertirá en el primer cliente de la ‘era moderna’ del café. La fiesta inaugural de la víspera y los últimos preparativos han retrasado la apertura tres cuartos de hora. Cuando avanzas por Begoña a paso rápido, las luces tenues del interior delatan este maravilloso rebrote de vida añeja tan necesario para Gijón. Emociona franquear la puerta. Habrá veinte mesas ocupadas un cuarto de hora después de la apertura. Siguiendo las sanas costumbres de casa, pides un sandwich vetegal y un té verde. Tu primera consumición cuesta 4.10. Pides el ticket de recuerdo a la camarera, pero se ha extraviado. Sonríes. Pues no cabe un reproche en esta primera jornada de ajustes. Ves muchos camareros tras la barra. También se aprecia ambiente en la cocina. Pero solo atienden las mesas dos personas y andan bastante apuradas. Nada que reprochar. Te recreas con la baldosa hidráulica del suelo, con las columnas de pan de oro, con las vetustas mesas, con las nuevas fotografías históricas que adornan la pared vecina del teatro, con la acertada iluminación. Todo está medido al milímetro en el viejo café. El Grupo Gavia ha echado el resto. Y solo cabe agradecer el esfuerzo. Gijón ha recuperado uno de sus pocos templos, uno de esos que jamás debería desaparecer.
Once meses después de aquel mal sueño, de aquel cierre que resquebrajó la identidad de la ciudad, el Dindurra ha vuelto esplendoroso, con un inmaculado respeto a la estética de los tiempos de Manuel del Busto, a aquel año 1901 en el que abrió sus puertas por primera vez (la placa que refería 1899 era equivocada). Hablas con tu amigo del sobrín que acabas de tener, una maravilla con menos peso que tres cartones de leche pero lleno de vida, como este renovado café. Estás ya como un abuelito, viendo una y otra vez los dos vídeos grabados en Neonatología, donde le prestan atención continua. Luego toca el Sporting, Josiangel Fernández Villa, la política, el periodismo y otros mil chascarrillos de este Gijón que va desfilando por el café. Entra Chus el del Zapatero, sale; entra Eloy, queda; entra el entrenador del Juanfersa… El trajín es continuo. La expectación, también. Ávidos como estamos todos de buenas noticias que contrarresten el desmoronamiento del sistema democrático y sus poderes fácticos (todos ellos corruptos, políticos, banqueros y sindicalistas), poder volver a sentarte en el Dindurra y pasear la mirada por su atmósfera secular es un bálsamo de incalculable valor.
Tras el desayuno, haces un recorrido por la planta de arriba, los baños, las esquinas… Todo inmaculado. Aunque los baños antiguos estaban viejos te gustaban más. Estos son de diseño. Único contraste apreciable. Al bajar las escaleras, te topas con uno de los socios de Gavia. Le felicitas efusivamente. También le das las gracias por el mimo y le deseas lo mejor. Aprovechas para preguntar: Oye, ¿Y la placa de Carantoña? “Tenemos aún cosas pendientes. Pero tranquilo, la vamos a poner”. Otra cosa no tendría sentido. Sales por la puerta a las 10.30 de la mañana. Luce el sol en Gijón. También en el Dindurra. En el Hospital de Cabueñes te espera otro rayo de luz. Se llama David. Y pesa menos que tres cartones de leche.