Hace unos meses, fertilicé la huerta con diez calderos de boñiga. Ayer mismo, cargué otro caldero destinado a darle vidilla a una planta un tanto chuchurria tras una mudanza forzosa. El operativo es sencillo: saltas la divisoria y una vez en la pomarada de Adolfo vas cargando cagarrutas con una paleta y un caldero. Sus vacas pacen habitualmente por el prao y dejan aromáticas deposiciones aquí y allá. Basta por tanto con saltar el muro para hacer acopio de sus cacas; que no son otra cosa que hierba pasada por el estómago. Si son frescas, a veces te encuentras maíces entre ellas; si son añejas, cambias el maíz por nutridas colonias de bichos negros que parecen estar entre la mierda como pez en el agua.
Es el momento óptimo para el comentario femenino: “Ag, qué asco”. Pero, ¿a qué olerían los pueblos astures o leoneses sin las vacas y sus cagarrutas? Faltaría una esencia, una singularidad que los diferencia. Vas al mundo rural y en la respiración no falta una periódica corriente de aire impregnada de ‘O de cucho’ o ‘O de boñiga’, como podría llamarse a esta auténtica colonia natural. Si uno se va del campo a la ciudad y ha de vivir en ella, podría tener a mano en la perfumería esta esencia para pasársela por la nariz en los momentos de añoranza. ‘O de boñiga’ en la mano y ‘Mu de mugido de vaca’ en el reproductor de CDs. Así acabaremos, con los escolares pasándose el bote uno a otro diciéndose, entre risas: “Pues sí que eran guarros nuestros antepasados, mira que vivir entre mierda”. Aunque no hemos llegado aún a ese ambiente futurista tipo ‘Gattaca’ y el ganado abunda en el mundo rural ( y en las urbes), no deja de resultar oportuno lanzar una oda a la pánfila vaca y a sus monumentales cagadas, que sueltan en cualquier lugar sin pudor alguno, satisfechas de su aportación a la fértil tierra asturiana. Muuuuuuuuuuuuuu!